Hoy
me desperté cantando “Nuestro amo juega al esclavo”, de Patricio Rey y sus
Redonditos de Ricota. Siguiendo la indicación del médico, que me había
recomendado reposo por veinticuatro horas, me quedé recostado y esperé hasta
que mis convivientes despertaran para pedirles que me acercaran el desayuno a
la cama. Fue Samuel quien cargó hasta mi cama la bandeja con el té y el pan
casero que había preparado Luján. Cuando terminé, les pedí que vinieran a
retirarme la bandeja. Nuevamente, fue Samuel quien acudió para asistirme.
—Muchas
gracias, Samuel. Sos amoroso —le dije—. Ya que estás acá, ¿no me ayudás a
llegar hasta el baño?
—Sí,
cómo no —me dijo el muy amoroso.
Al
ponerme de pie, sentí una pequeña molestia a la altura de la frente, sobre el
ojo derecho, que fue intensificándose hasta convertirse en un dolor de cabeza
insoportable. Supuse que sería una consecuencia del ataque que me había
provocado la película de Nicolas Cage. Además, no había dormido bien, porque la
imagen de ese rostro familiar que aún no logro identificar se había apoderado
de mis sueños. Desde mi última visita al Lugar Especial no puedo cerrar los
ojos sin que se dibuje en mis pensamientos.
Salí
del baño y le pedí a Samuel que me ayudara a llegar hasta la cama. Crucé el
brazo por detrás de su cuello y me tomé de su hombro para que me cargara. Me
sentía débil; casi no podía afirmar las piernas sobre el suelo. Llegamos a la
cama y le pedí si, por favor, no me traía una frazada, porque tenía mucho frío.
La trajo y le pedí que, si no era molestia, fuera hasta la farmacia y me
comprara algún analgésico fuerte. Regresó a los pocos minutos, con el
medicamento, pero sin una bebida para que lo tomara. Con suma educación, le
marqué la omisión. Fue hasta la cocina y me trajo un vaso con agua.
—¿Sabés
qué? —le dije— No quiero abusar de tu amorosidad, pero siempre tuve dificultad
para tragar pastillas y lo único que me permite pasarlas es el gas. ¿No irías a
comprarme una gaseosa?
—Sí,
cómo no —me dijo. Sus gestos reflejaban un marcado fastidio.
Cuando
volvió le pedí que fuera a comprarme un chocolate o alguna cosa dulce que me
ayudara a quitarme el sabor amargo que me había dejado la pastilla.
—Acabo
de ir al kiosco —me dijo—. Me hubieses dicho antes.
Sin
darme tiempo a explicarle que no me había dado cuenta, salió del monoambiente
dando un fuerte portazo. Regresó con una bolsa gigante, en la que había
caramelos, chocolates, chicles, chupetines, un foco de 60 watts, un rollo de
papel higiénico, un sobrecito de shampoo y otro de crema de enjuague, un
alicate, dos revistas y una caja de preservativos. Supongo que habría comprado
todo eso para anticiparse a futuros pedidos.
—¡Muchas
gracias, Samuel! ¡Qué amoroso! —le dije—. Ya que estás, ¿no buscás dos o tres
almohadones para levantarme las piernas?
—¡Pero
pelotudo!
—¡Samuel!
¡Dijiste dos palabras con “p”! ¡Estás curado!
—¿Podés
parar pedir pavadas, paspado pijicorto? —me dijo, enfurecido.
—¡Pero
Samuel, ¿qué te pasa? ¿por qué estás tan enojado? —le pregunté.
—¡Capaz
por pelotudo pidiendo pelotudeces!
Ufff.
Mañana, primero de mayo, tendremos nuestra primera excursión, y ahora resulta
que el Problema Pelotudo de nuestro guía se invirtió. Pasó de no poder
pronunciar palabras que contuvieran la letra “p” a sólo pronunciar palabras que
contengan esa letra. Tengo que llamarla a Vicky para reunirnos de manera urgente,
porque el recorrido fue diseñado excluyendo destinos que pusieran en evidencia
el problema de Samuel. Inevitablemente, tendremos que programar un nuevo
recorrido.
Próximamente pasaremos por problemas parecidos. Pero paremos para pensar: ¿podemos permitir presiones perniciosas?
ResponderEliminarPremonición o paranoia? El tiempo dirá.
EliminarSaludos!