viernes, 5 de abril de 2013

Día 95 - El cazador de osos panda

Hoy me desperté en la parte de atrás de mi furgonetita Volkswagen, cantando “Despeinada”, de Palito Ortega. Me despertó, en realidad, el repiqueteo de una lapicera contra la ventanilla de la furgonetita. Mientras duró la canción, traté de acomodar un poco mis ropas y mis pelos. Después, salí sigilosamente por la puerta de atrás y me acerqué al policía que, parado junto a la puerta del acompañante, procuraba divisar el interior de mi vehículo-vivienda.
—Disculpe, oficial. ¿Sucede algo? —le pregunté.
—¿Usted es el dueño de esta porquería? —me preguntó él.
—¿No sabe que es de mala educación el responder a una pregunta con otra pregunta? —le dije, como para distender la charla.
—¿Usted es el dueño de esta porquería? —insistió.
—Sí, oficial —le respondí—. Bueno, técnicamente, soy dueño de una cuarta parte de esta reliquia.
—¿Y no sabe que no está permitido estacionar en esta zona en horario laboral?
—No, la verdad, no lo sabía —le dije—. Pero…
—Permítame los papeles del auto y su registro, por favor.
Bajé a la calle, caminé alrededor de la furgonetita y ocupé el asiendo del conductor. Durante un par de minutos hice de cuenta que revolvía el desorden en busca de los papeles que el oficial me había pedido, hasta que, cuando finalmente se distrajo, puse el vehículo en marcha y escapé. Espero que el turro no haya registrado el número de patente.
Como no faltaba mucho para el mediodía, fui directo a la estación de GNC de la que me despidieron, aquella en la que solemos juntarnos con mis socios en el proyecto de El Pasea Porros y en la cual tendría lugar una nueva asamblea. Estacioné frente a los surtidores —no había ningún cliente, por lo que fui atendido de inmediato—, esperé a que la playera de turno hiciera su trabajo, estacioné en la calle y, sin saludar al encargado, que me miraba desde su cuartito inmundo, ingresé al restorancito, en el cual, sentados a la mesa de siempre, los cuatro taxistas procuraban hallar una solución pacífica al conflicto entre Corea del Sur y Corea del Norte. El taxista freudiano, que además de taxista era escribano, consideró que lo mejor sería alterar la orientación de los mapas para que los países en cuestión pasaran a llamarse Corea del Este y Corea del Oeste, porque, según creía, el hecho de hallarse en el sur de un territorio podía llevar a sus habitantes a desarrollar un complejo de inferioridad de tintes bélicos. El taxista contador fue más allá y propuso que, por un plazo no menor a los cuatro años, cada familia norcoreana intercambiara un miembro con una familia surcoreana. Así, sostenía él, superarían los prejuicios y aprenderían a ser más tolerantes los unos con los otros. El taxista abogado apeló al espíritu olímpico y sugirió que ambos países organizaran de manera conjunta los Juegos Olímpicos del año 2022. Al taxista culinario le resultó un tanto paradójica su propia ocurrencia, ya que imaginó que los primeros mandatarios de cada país podrían decretar el alto al fuego tras compartir un buen plato de bulgogi.
—Porque buglogi —nos aclaró— significa “carne de fuego”.
Una vez concluida la disertación, el taxista freudiano inauguró la asamblea y me cedió la palabra. Les informé que ya había adquirido y pagado la furgonetita, que tenía entendido que el taxista abogado había decidido abandonar la sociedad y que, en consecuencia, los otros tres deberían pagarme el equivalente al veinticinco por ciento.
—¡Ya habrá tiempo para ajustar cuentas, amigos! —les dije, colmado de entusiasmo— ¡Ahora, acompáñenme a la calle así les muestro nuestra adquisición!
De acuerdo al estatuto consignado en nuestro contrato —dijo, en tono solemne, el taxista freudiano, tras hacer caso omiso a mi invitación—, siempre que uno de los socios manifieste su deseo de abandonar la sociedad, deberá someterse a votación la continuidad o disolución de la misma. Sin demorarnos en tecnicismos, les pido que alcen su mano derecha quienes estén de acuerdo con seguir adelante con este proyecto.
Para mi sorpresa, fui el único que levantó la mano.
—Ahora —continuó diciendo el taxista freudiano—, les pido que alcen su mano izquierda quienes estén a favor de la disolución de la sociedad.
De manera automática, los cuatro taxistas alzaron la mano izquierda.
—La votación arrojó un resultado de cuatro votos contra uno. La sociedad queda oficialmente disuelta —concluyó.
Con la excusa de que había llegado la hora de volver al trabajo, se pusieron de pie y se marcharon. Yo me quedé sentado con la boca abierta. No me dieron tiempo a nada. No me pagaron ni un peso por la furgonetita. En menos de una semana me quedé sin trabajo, sin techo, sin socios, sin dinero… ¿Puede ser tan sencillo disolver una sociedad? Tendría que consultar con un abogado, pero sin dinero, sería lo mismo que pretender cazar un oso panda con una engrampadora.

2 comentarios:

  1. ¡Ay, ay, ay! ¡Qué cuidado hay que tener con los taxistas!
    Pero bueno, como decía, es mejor tener el todo que una quinta parte.
    ¡Salud!

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    1. Muchas gracias, Fernando, aunque creo que lo mejor hubiera sido nunca haber iniciado la sociedad.
      Saludos!

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