Hoy
me desperté cantando “El diablo de tu corazón”, de Fito Páez. Ayer llegué a la
conclusión de que mi vida se convirtió en un caos. Hoy desperté, me afeité, me
bañé, me puse mi uniforme y salí a la calle para descubrir que, como si jugara
a ser una extensión de mis vicisitudes, Buenos Aires se había convertido en una
ciudad desastre. La lluvia copiosa que cayó durante la noche y la madrugada dejó
media ciudad bajo agua, por lo que se me hizo imposible llegar a horario a mi
trabajo en la estación de GNC. La situación fue más difícil para mis
compañeras, ya que ambas viven fuera de la ciudad. Yo llegué con un retraso de
cincuenta y cinco minutos y ellas se demoraron alrededor de dos horas. Haciendo
oídos sordos a nuestras explicaciones y ojos ciegos a las postales de fin del
mundo que componían el paisaje de la ciudad, el encargado nos informó que, al
finalizar la jornada, tendríamos que recuperar las horas perdidas y que no
recibiríamos pago alguno por las mismas.
Fue
la gota que rebalsó el vaso o, para evitar una expresión inoportuna, el abuso
que colmó nuestra paciencia. Con mis compañeras habíamos decidido que, ante el
primer gesto desconsiderado por parte de nuestro jefe, activaríamos la acción
de protesta que habíamos pautado la noche anterior. La misma consistía en
atarnos cada uno un buzo a la cintura y cubrirnos, así, nuestros culos encalzados.
A diferencia de los demás días, en los que la fila de clientes se extendía,
como mínimo, a lo largo de tres cuadras, hoy solo recibimos cuatro o cinco
autos por hora. Cuando descubrían que nuestras nalgas no estaban al alcance de
su vista, lanzaban una protesta poco enérgica y se iban por donde habían llegado,
sin hacer uso de los servicios de la estación. Al ver lo que estábamos
haciendo, el encargado enloqueció. Arrojó al piso unos tarros de aceite, pateó
un balde, escupió, insultó al aire y me llamó para que habláramos en la piecita
en la que pasaba las horas.
Me
despidió. A partir de mañana, vuelvo a pertenecer al grupo de los desocupados.
Mis compañeras respondieron a la noticia con indignación.
—¡Estamos
juntos en esto! —me dijo una— ¡Si te echan a vos, nosotras también nos vamos!
Les
agradecí el gesto, pero les recordé que tenían familias de las cuales ocuparse.
Les prometí que estaría bien y que ni bien mis proyectos me lo permitieran, las
llamaría para que se sumaran. Tras unos minutos de abrazos silenciosos, nos
despedimos. Fue un momento muy triste, enmarcado por una ciudad devastada.
Caminando por las calles secas, nadando cuando me topaba con calles anegadas,
flotando sobre algún mueble regresé al conventillo. Mi habitación, que está
llena de goteras, tiene diez centímetros de agua. Suficientes para haber
arruinado mi colchón y, muy probablemente, mi escaladora. Para colmo de males,
la relación con los demás inquilinos es cada vez más tensa. Quise pedirle a
Héctor “Bicicleta” Perales que, como responsable de la vivienda, me asistiera
con el problema de las filtraciones, pero me dio la espalda. No sé cuántas
noches más me permitirán dormir aquí.
Realmente un día triste.
ResponderEliminarMuchas gracias, Fernando, por la empatía.
EliminarSaludos!
Pompeya y más allá la inundación, reza el tango, está Buenos Aires es muy melancólica y difícil, pero Natalio te tengo fe, saludos
ResponderEliminarMuchas gracias, Anó.
EliminarSaludos!