Hoy
me desperté cantando “Papá cuéntame otra vez”, de Ismael Serrano. Me hubiera
gustado volver a Plaza Francia y dedicar el domingo a buscar al mimo que ayer
divirtió a la multitud burlándose de mí —todavía me pregunto si será mi padre—,
pero un hombre debe primero cubrir las necesidades básicas y para eso debe
ganar dinero y para eso debe trabajar. Movido por el compromiso asumido, me
afeité, me bañé, me puse las calzas azules ceñidas y la remera blanca ajustada
que componen mi uniforme, desayuné y, andando con tristeza, caminé hasta la
estación de GNC en la que trabajo como playero los domingos y feriados. Era tan
profundo mi decaimiento, que ni los piropos de los transeúntes consiguieron
levantarme el ánimo. Por suerte en la estación me esperaban mis compañeras de
trabajo, quienes notaron de inmediato que algo me sucedía y me recibieron con
mucha consideración y afecto.
Tal
como habíamos acordado el último domingo, trabajamos en equipo. Ellas se
encargaban de la parte operativa y yo dialogaba con los clientes, que en su
mayoría acudían a la estación para ver mi culo femenino y perfecto. Después del
mediodía nos tomamos un descanso para almorzar. La fila de clientes se extendía
por más de cinco cuadras, pero de todos modos debíamos descansar. A los quince
minutos, el encargado se acercó a nuestra mesa y, desbordado por los nervios,
nos pidió que volviéramos a ocupar nuestros puestos tan pronto como pudiéramos.
—¿Por
qué no se turnan para comer? —nos preguntó.
—No
tiene sentido —le dijo una de mis compañeras—. Solamente acceden a ser
atendidos si Natalio está ahí. Es mejor que comamos todos al mismo tiempo así
después podemos ayudarlo.
—Bueno,
pero apúrense, ¡por favor!
No
dije nada porque le había dado un mordisco demasiado grande a mi sándwich de
salchichón primavera y tenía la boca ocupada, pero el reclamo del encargado me
pareció inhumano. Trabajamos en negro, doce horas por día y encima pretende que
nos apuremos cuando nos tomamos media hora para almorzar. Terminamos de comer
sin perder el tiempo, sin apurarnos tampoco, y regresamos a nuestros puestos.
Cerca del final de la jornada, cuando ya habíamos atendido a la mayor parte de
los clientes y la fila no superaba los tres autos, una de mis compañeras, la
que es madre de cuatro hijos, nos avisó que iría a hablar con el encargado. Iba
a pedirle no trabajar el fin de semana de pascua, porque tenía pensado
aprovechar la cadena de feriados para visitar, junto a su marido y sus hijos,
la casa de sus padres. Regresó llorando y nos contó que el muy turró le había
dicho que sí, que se tomara ese fin de semana y todos los que seguían por los
próximos veinte años, porque si el jueves a primera hora no estaba ahí, debía
considerarse despedida.
Esa
fue la gota que rebalsó el vaso. La situación me indignó, pero justo cuando iba
a ir a gritarle a ese sujeto unas cuantas verdades, llegó a la estación un
cliente que manejaba una furgonetita Volkswagen pintada de verde y blanco que
me pareció ideal para mi proyecto turístico “El Pasea Porros”. Me acerqué, lo
saludé, caminé alrededor de la furgonetita presintiendo que estaría mirándome
el culo a través del espejo retrovisor, me asomé por la ventanilla del acompañante
y le pregunté si el vehículo estaba en venta. Me dijo que sí. Le pregunté el
precio y su respuesta fue sumamente razonable. Prometió regresar en cuatro o
cinco días. Desde el próximo jueves y hasta el martes siguiente, trabajaré
todos los días a excepción del sábado. Si las propinas se asemejan a las de
hoy, la tercera parte que me corresponde alcanzará para pagar la quinta parte
de esa furgonetita. Del resto se encargarían mis cuatro socios.
Con la ilusión renovada, regresé al conventillo, caminando por las mismas calles que doce horas antes habían sido testigos de mi tristeza.
Con un cuarto de la voluntad que tenía hace media hora, te diré que el trío en la estación de GNC es de primera, y tal vez mañana te levantes cantando algo de camilo sexto.
ResponderEliminarMuchas gracias, Fernando, por tu apoyo fraccionario.
EliminarSaludos!