Hoy
me desperté cantando “Cobarde”, de Vicentico. Debo reconocer que a lo largo de
los veintinueve años que llevo en este mundo me he comportado como un verdadero
cobarde, pero ya no. Estoy dispuesto a hacer lo que sea necesario para
desactivar la crisis de los 30 antes de que finalice el año y estoy convencido
de que, para lograrlo, será indispensable que sepa qué fue de la vida de mi
padre desde que se fue de casa en los albores de mi adolescencia. Mi vieja me
dijo que, en tiempos lejanos, se pintaba la cara e iba con un grupo de mimos a
desplegar sus habilidades mímicas a Plaza Francia. Es todo lo que sé, así que a
eso de las dos de la tarde preparé el equipo de mate y caminé hasta ahí.
Llegué
y me senté sobre el pasto. El lugar estaba lleno de gente que, en grupos
pequeños, compartía el mate y otras yerbas. A causa del cansancio que sentía
por haber caminado unas cuantas cuadras, decidí recostarme ahí donde estaba,
usando de almohada el buzo que había llegado. No habían pasado cinco segundos
desde que había cerrado los ojos cuando percibí que un cuerpo se había
interpuesto entre el sol y yo.
—¡Pan
relleno! ¿Quiere comprarme un pan relleno? —me preguntó a los gritos un nene de
no más de doce años al que, de haber tenido dinero, le habría comprado un pan
nada más que para metérselo a presión en la boca y evitar que siguiera
gritando.
—No,
gracias —le dije y volví a sentarme.
—Tengo
de salame, de jamón y queso, de cantimpalo, de pollo a la parisién, de ananá y
manzana, de peras al horno, de roquefort, ajo y sandía, de salchichón primavera…
—insistió.
—Y
yo no tengo un peso —le dije—. Andá a venderle a otro y no pierdas el tiempo.
—Te
vendo uno por veinte pesos, dos por cuarenta, tres por sesenta, cuatro por
ochenta o cinco por cien —dijo, como si estuviera repitiendo un discurso
aprendido de memoria—. Más de cinco no vendo, porque si no, no me quedan para
venderle a otras personas.
—¡Oíme
una cosa! —le grité tras ponerme de pie— ¿No entendés que no tengo un peso?
¿Cómo mierda querés que te lo explique?
Parece
que elevé demasiado la voz, porque el hombre que, sentado sobre un cajón
peruano a unos treinta metros de distancia, tocaba la guitarra y cantaba un
tema de Sabina, interrumpió su actuación al oírme gritar. Todas y cada una de
las personas sentadas sobre el pasto, giraron para ver quien había sido el
desquiciado que había roto la tranquilidad del sábado.
—Yo
solamente le ofrecí mis panes —dijo el mocoso en tono lastimero.
Debo
reconocer que a lo largo de los veintinueve años que llevo en este mundo me he
comportado como un verdadero cobarde… ¿Para qué cambiar ahora? Antes de que la
situación se pusiera realmente pesada, di media vuelta y me puse a correr. A
medida que avanzaba, crecía en mi interior la sensación de que una horda de
justicieros me perseguía para aleccionarme. Los sentía cada vez más cerca hasta
que, un poco por cansancio y otro por resignación, decidí detenerme y
entregarme a la multitud. Al girar descubrí que el grupo de mis perseguidores
constaba de un único integrante: un hombre con la cara pintada que, remedando
mis movimientos para delicia de la multitud, me había seguido a lo largo de
toda mi carrera. ¡Era un mimo! Me aproximé para verle la cara en detalle. El
comenzó a comportarse como si fuera mi imagen al otro lado de un espejo
imaginario. La gente reía a carcajadas. La pintura no escondía sus arrugas. Era
un hombre unos cuantos años mayor que yo. Tal vez sugestionado por el ardid del
espejo, le vi un aire familiar. Tomé coraje, contuve a duras penas la emoción
que trepaba por mi garganta e hice la pregunta:
—¿Papá,
sos vos?
La
multitud celebró su repentina parálisis como si se tratara de una nueva gracia.
—¿Papá,
sos vos? —volví a preguntar.
Apenas
recompuesto, dio un salto giratorio de ciento ochenta grados y sin decir palabra
se alejó de mí corriendo a toda velocidad. Para cuando reaccioné, ya lo había
perdido de vista. La multitud seguía riéndose de mí. Sentado sobre el colchón
en la oscuridad de mi habitación de conventillo, todavía puedo oírlos reír.
Es tremendo, gran cantidad de gente se ríe de las desgracias ajenas. Tal vez esto viene de la época de Chaplin o de los Tres Chiflados, no sé muy bien.
ResponderEliminarPero bueno, otra vez me viene la ansiedad. Yo creo que, hasta que no se saque el maquillaje, no va a responder. Los mimos son así.
Sí, parece que me topé con un fundamentalista de la mimomancia.
EliminarNatalio, qué momento! Seguramente sentiste burbujas en el corazón y mariposas en el estómago, ojalá tengas suerte con tu padre, al mío prefiero perderlo que encontrarlo, saludos
ResponderEliminarPor favor, Anó, espero no sentir burbujas en el corazón. Desde que perdí el trabajo no tengo prepaga.
EliminarSaludos!