Hoy me desperté cantando “La importancia del hombre”, de Cienfuegos. Desde que creen que fui poseído por un demonio cantor, los inquilinos del conventillo no se acercan a mi puerta para oírme cantar. Si me despierto temprano, como hoy, esperan a que me bañe y baje para levantarse, por lo que estoy pudiendo bañarme con agua caliente. Después de desayunar salí caminando tranquilo rumbo a la estación de GNC en la que trabajo domingos y feriados. Allí, a partir del mediodía, tendría lugar una nueva asamblea de socios del proyecto turístico cuyo nombre, “El Pasea Porros”, fue cuestionado por los taxistas con los que me asocié. “Fumata Blanca” quieren ponerle. Será sobre mi cadáver.
Llegué a la estación y algunos clientes que ya me conocían me saludaron haciendo sonar la bocina de sus autos. Yo preferí hacerme el boludo. Si bien mis socios no habían llegado, había decidido extremar las precauciones para que no descubrieran que había empezado a trabajar ahí. Entré y ocupé una mesa apartada de aquella en la que solían tener lugar las asambleas. El encargado de la estación se acercó, me saludó y, girando la cabeza para corroborar que nadie estuviera escuchándolo, me preguntó si no quería empezar a trabajar durante la semana.
—No, ya te dije que no quiero que mis socios se enteren de que trabajo acá —le respondí—. Lo hablamos el domingo, ¿dale?
La mayor ventaja de tener un culo como el de Jessica Cirio radica en la posibilidad de imponer condiciones.
Unos minutos antes del mediodía comenzaron a llegar mis socios. El primero fue el taxista abogado, quien, tras saludar al encargado, me vio y caminó hasta donde yo estaba. Pensé que podría aprovechar la ocasión para informarme acerca de las novedades en el caso de mi desalojo y lo invité a sentarse. Accedió pero era evidente que se sentía incómodo y lo invité a mudarnos a la mesa de siempre.
—Ahora sí —dijo cuando nos sentamos.
Interpreté su expresión como una señal para empezar a hablar de lo que me interesaba y, sin dar demasiadas vueltas, le pregunté cómo iban las gestiones para recuperar mi departamento. Como toda respuesta, me ofreció una mirada desconcertante, se puso de pie, llevó el índice de una mano a la palma de la otra para pedirme que lo esperara un minuto y salió. A los pocos segundos había regresado trayendo consigo el taxímetro de su auto. Tomó asiento, colocó el artefacto sobre la mesa de modo que ambos pudiéramos ver la pantalla y lo activó.
—Ahora sí —dijo.
Interpreté su expresión como una señal de que estoy solo en este mundo. El muy turro se proponía cobrarme por lo que yo había planteado como una conversación casual. Para perder algo de tiempo, comenzó a dar vueltas sin decir nada en concreto.
—Decime una cosa: ¿hay novedades o no? —le pregunté, harto de las imprecisiones.
—No, la causa no avanza. Está cajoneada —respondió él.
Detuve el taxímetro, le pagué la bajada de bandera y permanecimos en silencio, mirando cada uno hacia distintos puntos de la pared, hasta que llegaron los otros socios y dimos comienzo a la asamblea. Me había pasado la semana esperando ese momento. Hablando con determinación expuse los argumentos por los que consideraba que “El Pasea Porros” continuaba siendo el nombre que mejor resumía la naturaleza de nuestro proyecto. Llamativamente, y en marcado contraste con el fervor papal de la última semana, todos estuvieron de acuerdo. Les dije que, debido a que habían cuestionado el nombre, había suspendido la búsqueda de la furgonetita Volkswagen, porque la elección de la misma estaba supeditada al nombre de la empresa. Ninguno presentó objeciones. Pensé, entonces, que estaban dadas las condiciones para pedirles que, en adelante, no dieran tantas vueltas ni pusieran tantas piedras en el camino. Así lo hice y ninguno se mostró ofendido. Muy por el contrario, se comprometieron a atender al pedido. El taxista freudiano, que además de taxista era escribano, dio por finalizada la asamblea, que había durado menos de diez minutos.
—¿Tomamos un café? —les pregunté, imaginando que aceptarían deseosos por debatir los asuntos más relevantes de la semana en materia de política nacional, internacional, religión, economía...
—No, me tengo que ir —respondieron, hablando a coro, los cuatro taxistas.
Me quedé solo en la estación de GNC. Se habían mostrado tan dóciles durante la asamblea y tan indiferentes después. ¿Qué estaba sucediendo? ¿Estarían enojados conmigo? ¿Había sido demasiado duro con ellos? ¿Estarían planeando excluirme de la sociedad? Me acerqué al encargado y le pregunté si sabía qué era lo que estaba pasando.
—No te preocupes —me dijo—. No es con vos. Hoy juega la selección y están desesperados por juntar la plata del día para volver a sus casas a mirar el partido.
¡Ah! El fútbol. Había olvidado que vivimos en un país futbolero.
Es verdad, demasiado futbolero .. uh, te dejo porque ya empieza el partido.
ResponderEliminarNo te preocupes, Fernando. Estoy acostumbrado a que me abandonen para irse a ver a varios hombres al mismo tiempo.
EliminarSaludos!