martes, 19 de marzo de 2013

Día 78 - Martes de exorcismos

Hoy me desperté poco después del amanecer cantando “Raining blood”, de Slayer. Mis gritos despertaron a los perros de la calle y el ladrido de los perros despertó a los demás inquilinos del conventillo. Desde las habitaciones comenzaron a gritarme que cerrara la boca y volviera a acostarme, que los dejara dormir. Alarmado por el alboroto, Héctor “Bicicleta” Perales, el encargado de la vivienda, vino hasta mi dormitorio. Vestía un calzoncillo a rayas verticales y una musculosa blanca.
—¿Qué te pasa, Don Natalio? —me preguntó mientras me sacudía tomándome por los hombros.
Intenté explicarle que soy víctima de una maldición que hace que despierte cantando canciones que no elijo; canciones que algunas veces, como en este caso, ni siquiera conozco. Pero hasta que no termina la canción no controlo mis actos y aunque me esforzara por hacerme entender, no podía dejar de cantar, gritando como un poseso y aproximando mi cara de ojos desorbitados a la suya, que me miraba debatiéndose entre el temor y el asombro.
—¡Está poseído! —gritó— ¡Que alguien me traiga un balde de agua!
Con la premura de los bomberos, los dos purretes que me habían robado la escaladora, los mismos que luego la habían armado y que, bajo mi tutela, estaban haciendo sus primeras armas en el arte del boxeo, entraron al dormitorio cargando cada uno un balde repleto de agua. Al verlos llegar, Bicicleta se apartó de mí retrocediendo dos pasos y les indicó que me arrojaran el agua. Me empaparon de pies a cabeza en el preciso momento en el que concluía la canción. Agolpados en torno a la puerta, los demás inquilinos observaban la escena con zozobra. Yo estaba exhausto. La incursión en el metal había agotado mis fuerzas, los baldazos de agua me habían desconcertado, y tuve que sentarme sobre el colchón para reponer energías.
Mitigado el peligro, Bicicleta invitó a pasar a los que estaban en la puerta y, ya dentro de mi dormitorio, iniciaron un debate del que no me hicieron partícipe. Imaginé que había llegado el final, que, irremediablemente, iban a echarme del conventillo. Lo que sucedió después parecía confirmar mis sospechas. Cuatro hombres se acercaron a mí y, tomándome cada uno por una extremidad, me levantaron por sobre sus hombros y me cargaron rumbo a la puerta de calle. Los demás los seguían como en una procesión que, caminando delante nuestro, encabezaba Héctor “Bicicleta” Perales. Los dos purretes marchaban uno a cada costado del encargado, como si fueran sus monaguillos. Recostado boca arriba sobre las manos de los cuatro hombres que me llevaban en andas (uno aprovechaba para meterle mano a mi culo femenino), les grité que al menos me permitieran llevarme mi escaladora, que aún debía pagar diez de las doce cuotas, pero no hubo caso. No me oían, o no querían hacerlo, y seguían caminando por las calles del barrio con rumbo para mí desconocido. Al vernos pasar, algunos vecinos, que me conocían por haber asistido a alguno de mis recitales matutinos, se sumaban a la procesión. ¿Adónde me estaban llevando?
Tras una caminata que se extendió durante varios minutos, ingresamos a un edificio cuya fachada había sido adornada con el dibujo de una paloma enmarcada por un corazón. Era Martes de Exorcismos en La Iglesia Universal del Reino de Dios. Así como estaba, vestido con mi ropa de dormir, me cargaron hasta el fondo del recinto y me soltaron sobre el escenario, donde, ante una multitud sumamente excitada, un pastor brasileño procuró por todos los medios expulsar al demonio que habitaba mi cuerpo.
—¡Fora, Satanás, fora! —decía y me rociaba con un líquido extraño.
—¡Fuera, Satán, fuera! —rugía la multitud.
—¡Deja en paz a este cordero de Dios! —decía y recorría mi cuerpo con la palma de sus manos, frotando con fuerza. Sí, él también aprovechaba para tocar mi culo de Jessica Cirio. Lo hacía con la dosis de disimulo necesaria como para que pareciera parte del exorcismo, por lo que si yo le decía algo, quedaría como un histérico y un desagradecido.
—¡Dejá en paz a este cordero! —repetía la multitud.
Al concluir el exorcismo, el pastor me despidió con una bendición y un beso en la frente. Avanzando en procesión, regresamos al conventillo. Esta vez no hizo falta que me cargaran: envuelto en una frazada, caminé por mis propios medios. Los demás me miraban manifestando un respeto receloso. Si bien nunca creí en las posesiones demoníacas, tengo la sensación de haberme liberado de un peso muy grande. Veremos si mañana comienzo el día cantando. Si no es así, tendré que rendirme ante las evidencias y convivir con la idea de que un demonio cantor había usurpado mi cuerpo.

5 comentarios:

  1. Me encanta ese tema, la entrada de bateria lenta y como se embrutece de golpe... Genial. Por otro lado y aunque no tiene nada que ver, me ha dado la sensación de estar leyendo una parte de El Proceso de Kafka, una paranoia genial.

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    1. Muchas gracias, Juan Román. A mí me gustó cantarlo, aunque la experiencia consumió todas mis energías. La verdad, no lo conocía. ¿El Proceso de Kafka? Tal vez leerlo me ayude a comprender todo lo que está pasándome.
      Saludos!

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  2. Hm. Un demonio. Qué ansiedad, no puedo esperar a mañana para saber esto. ¿Podrías, por una vez, levantarte más temprano a ver que pasa?

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    1. Puedo hacer el intento, Fernando, pero no te prometo nada.
      Saludos!

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    2. Claro, no hay problema, sé reconocer mis ansiedades. No te hagas problema.
      ¿Ya te despertaste?

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