Hoy me desperté en silencio. Por primera vez en mucho, mucho tiempo desperté en silencio, sin cantar. ¡Qué alivio! ¡Qué sensación hermosa! Embelesado por la densidad sonora del vacío, recorrí mi gimnasio-dormitorio caminando a paso lento, apreciando la belleza ordinaria de un despertar como el de cualquier otro mortal. Entonces ¿era cierto? ¿Un demonio cantor había poseído mi cuerpo y un pastor brasileño lo había expulsado mediante un exorcismo? Me costaba creerlo, pero ahí estaba mi silencio como evidencia irrefutable. Me acerqué a la ventana, empujé los postigos y asomé la cabeza. Tenía la posibilidad de elegir, por primera vez en mucho, mucho tiempo, cuáles serían las primeras palabras que diría en el día. Inspiré y acumulé todo el aire que pude en mis pulmones, abrí la boca y…
En lugar de gritar “Buen día, hermosa Buenos Aires”, como me había propuesto, mi garganta emitió una serie de sonidos que se oyeron más o menos así: “Nants ingonyama bagithi baba”. Estaba cantando la canción “El ciclo sin fin”, de la película “El Rey León”. El dj en mi cabeza me había jugado una broma pesada, retardando unos segundos la canción del despertar para hacerme creer que el exorcismo del pastor brasileño le había puesto fin a mi maldición. Pero, a juzgar por mis alaridos, nunca estuve poseído y, por el contrario, aún estoy maldito.
Aprovechando que es miércoles y que esta noche tendrá lugar una nueva sesión del Grupo de Ayuda para Gente con Problemas Pelotudos, la llamé a Vicky, la loca de los guantes de cocina, para que viniera a conocer mi gimnasio y retomáramos su entrenamiento. Después iríamos juntos a la terapia grupal. Como era habitual, su padre atendió el teléfono. Debido a que el moderador lo convenció de que soy una mala influencia para su hija, se opone a que la vea o hable con ella, por lo que me vi obligado a hacerme pasar por Samuel, el Pelotudo que se niega a pronunciar la “p”. Al igual que la última vez, fui sometido a un interrogatorio destinado a corroborar mi falsa identidad.
—Contestame una cosa —dijo el padre de Vicky—. ¿Quién es Francisco I?
—Jorge Mario Bergoglio —le respondí.
—Está bien, pero ¿qué cargo ocupa?
—Es el vicario de Cristo —le dije.
—¿Cuál es el apodo asociado al nombre Francisco? —me preguntó.
—Fran —respondí yo.
—No, me refiero a uno que es también una comida.
—¿Flan?
—¡No, un embutido, hombre!
—¡Ah! Hot dog.
—Bueno, Samuel, estoy algo apurado. Te paso con Vicky.
—Por favor —le dije.
Afortunadamente, ya le había pasado el teléfono a su hija y no llegó a oír mi palabra con “p”.
Después del mediodía, Héctor “Bicicleta” Perales, el encargado del conventillo, ingresó a mi dormitorio y me dijo:
—Don Natalio, esta mujer dice que viene a verte a vos.
Detrás de él entró Vicky. Tenía puestos los guantes de cocina que yo le había regalado; esos que tienen aspecto de guantes de boxeo. Yo pretendía hacerle creer que ese era el gimnasio del que alguna vez le había hablado, por lo que, con la intención de ofrecerle una imagen convincente, había guardado el colchón en el ropero y había citado a todos los socios al mismo tiempo. Así, mientras diez mujeres se turnaban para usar la escaladora, los dos purretes a los que les estaba enseñando a boxear practicaban sus movimientos golpeando la bolsa de arpillera que yo había colgado en un rincón.
—¡Bienvenida a mi gimnasio! —le dije.
Ella no respondió nada, pero noté que observaba el lugar con cierta desconfianza. Cuando dirigió la mirada hacia donde estaba la escaladora temí que descubriera que era la misma que había visto en mi departamento. No quería que supiera que me habían desalojado y que estaba viviendo ahí, en una pieza de conventillo.
—¿Esa no es la misma que…? —dijo y, sin concluir la pregunta, caminó rumbo al artefacto que estaba siendo utilizado por una de las inquilinas.
Cuando estuvo lo suficientemente cerca, una de las nueve mujeres que aguardaba su turno para hacer uso de la escaladora pensó que Vicky se proponía adelantarse a ellas y la tiró al piso de un empujón. Vicky se reincorporó de un salto y se encaró con la agresora, quien, aprovechando la ventaja que le otorgaban sus manos descubiertas, la agarró de los pelos y comenzó a zamarrearla.
—¡Basta! —grité yo.
La agresora se apartó de Vicky. Por suerte, desde que creían que había sido poseído por un demonio, los inquilinos del conventillo me temían y me respetaban en igual medida. Atraído por el alboroto, Héctor “Bicicleta” Perales se había acercado al gimnasio, y tanto él como cada uno de los allí presentes me miraban aguardando a que continuara hablando.
—¡Acá los problemas se resuelvan arriba del ring! —dije.
Todavía agitada, con los ojos inyectados en sangre, sin reparar en el hecho de que la otra la doblaba en tamaño y la cuadriplicaba en peso, Vicky aceptó el desafío. Para evitar el conflicto de intereses, Bicicleta se comprometió a entrenar a su inquilina. Nosotros, querida Vicky, tendremos que intensificar los entrenamientos y preparar la estrategia, porque no nos sobra el tiempo: nuestra primera pelea fue pautada para el sábado previo al domingo de Pascuas.
Querido Don Natalio. Mi ansiedad por este capítulo se vió sobrepasada por la ineficacia de una cierta empresa que provee servicios de internet, que lleva, curiosamente, el apodo de un famoso ratón de historieta animada y al que, muchas veces, no hace honor.
ResponderEliminarDemasiadas excusas. Creo.
Pero en fin, los orixás suelen ser así, y desconciertan. Pero no perdamos las esperanzas, aunque sí las primeras novias. Y acaso las segundas, vaya uno a saber.
¡Salud!
No sabía, Fernando, que el segundo nombre de Mickey fuera Fibertel.
EliminarSaludos!
Todos los días se aprende algo nuevo, mi estimado Don Natalio. Hasta yo mismo. Mickey Fibertel era el novio de Pata Villaneda.
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