Hoy me desperté cantando “Bailar pegados”, de Sergio Dalma. Anoche, como el pegamento que habíamos usado para empapelar la habitación todavía no había secado, Vicky, la loca de los guantes de cocina, durmió conmigo en el colchón del living. Dormimos vestidos y en cucharita invertida. Es decir, ella atrás y yo adelante para evitar cualquier tipo de roce. A causa de su ansiedad, no había podido verme hacer el empapelado sin intervenir y, como consecuencia, sus guantes, que se habían manchado con pegamento, se pegaron a mi remera. Por eso, mientras yo correteaba por la casa cantando “Bailar pegados”, ella me seguía tratando de desprenderse. Sí, bailábamos pegados, pero literalmente.
Concluida la canción, me pidió que sacara la basura y que, aprovechando la salida, pasara por el supermercado y comprara las cosas que figuraban en la lista que me había dejado arriba de la mesa; ella prepararía el almuerzo. Le dije que nada me impedía sacar la basura, pero que no me esperara a almorzar, porque tenía que asistir a la cuarta asamblea de socios del proyecto de El Pasea Porros. Ufff… Me fulminó con la mirada. Soy consciente de que voy a pagar con sangre mi desobediencia, pero no podía faltar a la asamblea.
—Bueno… No tardes mucho —me dijo justo antes de que la puerta se cerrara.
Caminé hasta la estación de GNC en la que siempre nos reunimos, harto ya de la inacción de los cuatro taxistas que solían conformar mi grupo de asesores y ahora son mis socios, y decidido a exigirles resultados y definiciones. Entré y ahí estaban, sentados a la mesa de siempre, proponiendo posibles soluciones al problema inflacionario. El taxista freudiano, que además de taxista es escribano, recomendó “divorciarse” definitivamente del dólar y tomar el yen como referencia; el taxista abogado consideró que la clave estaría en aplicar un riguroso sistema de control de precios; el taxista contador dijo que lo mejor sería restituir el uno a uno y volver a los años noventa, y el taxista culinario fue una década más atrás y explicó cuál era la manera correcta de preparar la torta de los ochenta golpes si se pretendía lograr que la masa se inflara apropiadamente.
No podía oírlos. Ya no los toleraba. Sin dar lugar a formalismos, los saludé uno a uno mediante un apretón de manos y les pregunté por los avances en relación a la compra de la furgonetita Volkswagen que utilizaríamos para transportar a los holandeses fumones sadomasoquistas. No supieron qué responder y, en un hecho sin precedentes, los cuatro taxistas callaron. Indagué, entonces, acerca de la habilitación que debía extendernos el Gobierno de la Ciudad, pero ni siquiera habían iniciado el trámite. Corrido hasta el límite de la indignación, les dije que no se preocuparan, que iba a ser yo quien se encargara de ambos asuntos, pero que no quería oír quejas cuando les informara los costos. Negándoles el saludo, me fui de la estación de GNC.
Debo reconocer que el hecho de que Vicky hubiera estado esperándome en mi departamento había condicionado mi conducta. Al igual que todas las mujeres que pasaron por mi vida, la manicura antropófaga me infundía un temor un tanto infantil. Me había pedido que no tardara mucho y no quería contrariarla. Tal vez por eso fui demasiado estricto con mis queridos socios.
Camino a casa compré las cosas de la lista que Vicky había preparado. Quería sorprenderla. Cuando llegué, no habían transcurrido cuarenta minutos desde mi partida. Antes de abrir la puerta pensé que, gracias a mi vuelta temprana, esta noche desinvertiríamos la cuchara. Giré la llave y entré.
—¿Por qué tardaste tanto? —me preguntó.
—T… Te… Traje para preparar el almuerzo —le dije, tartamudeando.
—Comé vos. Yo ya comí un yogur —me dijo y se fue a dormir la siesta.
¡La puta madre! ¿Será posible? Esta noche iremos al teatro, siempre y cuando todavía quiera ir conmigo. ¿Y después? Me parece, Natalio, que esta noche no vas a tener cuchara, ni cuchara invertida, ni plato, ni cuchillo, ni vaso, ni tenedor. Y si te llega a dar hambre, lo lamento mi amigo, pero vas a tener que comer con las manos.
La esperanza es lo último que se pierde, Natalio. Lo primero, la cuchara. O cucharita.
ResponderEliminarNo te creas, Fernando. De adolescente, tuve una noviecita que se llamaba Esperanza, y la perdí antes de haber perdido la virginidad. De acuerdo a mi experiencia, la virginidad se pierde varios años después de haber perdido a la Esperanza.
EliminarSaludos!
Vamos Natalio, un poco más de carácter, esa mujer está pidiendo límites.
ResponderEliminar¿Los límites de mi tarjeta de crédito? ¿De verdad? Imagino, Anó Nimo, que tendrás pruebas que respalden semejante acusación.
EliminarSaludos!