Hoy me desperté cantando “A primeira vista”, de Chico César. Anoche, para no repetir un papelón como el de ayer, dormí vestido de traje. Desde la puerta de la habitación que tan amablemente le cedí, Vicky, la manicura antropófaga, me miraba embelesada mientras yo le declaraba mi amor cantando en portugués. Una vez concluida la canción, me pidió que sacara la basura y que fuera a comprar unos cuadritos, porque quería colgar algunas fotos suyas en la pared. Sí, definitivamente, la loca de los guantes de cocina se está apropiando de mi departamento.
Ayer asistimos juntos a una nueva sesión del Grupo de Ayuda para Gente con Problemas Pelotudos. Llegamos y ahí estaban, sentados en ronda, ocupando sus respectivas sillas sobre el escenario, Julio, Hernán, Pato, Samuel y el moderador. Cuando nos vieron callaron de manera abrupta, como si hubieran estado hablando acerca de nosotros, y nos miraron con ojos que se debatían entre el asombro y la indignación —eso o la mezcla de los cinco varietales de cannabis que fumé hace varios días produce paranoia con efecto retardado—. Nos sentamos y comenzó la sesión.
Media hora más tarde, Samuel, que era quien estaba hablando, hizo una pausa forzada en su relato en busca de un sinónimo libre de “p” para la palabra “paracaidismo”. Vicky, que había mostrado un fastidio creciente desde que habíamos llegado al lugar, se quitó los guantes de cocina y se rascó las manos con desesperación. Después volvió a colocárselos como si nada extraño hubiera sucedido. Salvo el moderador, que me clavó una mirada cargada de desprecio, los demás, boquiabiertos, se miraron los unos a los otros. Para ellos, que no sabían que Vicky se los había quitado una tarde en mi departamento, era la primera vez que desnudaba sus manos en muchísimo tiempo. Procurando disimular su enojo, el moderador se acercó a Vicky y, susurrando entre dientes, le preguntó:
—¿Por qué te sacaste los guantes?
—Me picaban las manos y tenía calor —le respondió Vicky, cayendo, como un paracaidista, en la cuenta de que había cometido una falta.
—¡Esto es culpa tuya! —me dijo el moderador, que al parecer había perdido el interés por disimular su furia—. Si no te hubiera conocido, no habría descuidado el tratamiento. ¡O sos un hijo de puta o sos un pelotudo que no se da cuenta del riesgo en el que la estás poniendo! Además, ¿por qué llegaron juntos?
¡Epa! ¿Era para tanto? ¿Acaso no era una señal de mejoría que Vicky se sacara los guantes y volviera a ponérselos por propia voluntad sin haberse comido las uñas? La reacción del moderador había reforzado en mí la impresión de que nuestro grupo de ayuda era, en realidad, una secta encubierta en la que debilitaban la confianza de los asistentes para controlarlos a placer. Cuando iba a ponerme de pie para gritarle a ese tipo perverso unas cuantas verdades, Vicky se adelantó e intervino.
—No culpe a Don Natalio, señor moderador. Él me está ayudando en un momento difícil. Me peleé con mi padre y estoy viviendo en su departamento.
No podía creer que esa mujer dócil y atribulada fuera la misma que día a día me imparte instrucciones con la convicción de un comandante y la fiereza de un león.
Las lágrimas de una mujer suelen tener poderes mágicos, y las de Vicky no serían la excepción. Al verla llorar el moderador abandonó su actitud combativa y comenzó a mostrar su costado más paternal. Me pidió disculpas, consoló a Vicky y hasta nos regaló dos entradas para ir al teatro el viernes a la noche. La verdad, hubiese preferido ir al cine, pero no deja de ser un lindo gesto. No sé cómo me dejé arrastrar por la paranoia hasta el punto de sospechar que ese buen hombre podía ser el orquestador de una secta secreta. A veces la imaginación me juega una mala pasada. Por fortuna, la cosa no pasó a mayores.
Ahora me voy a comprar unas cosas, porque Vicky quiere que empapelemos la habitación. Mañana tengo un día cargadito. Al mediodía, una nueva asamblea con los taxistas con los que me asocié para el proyecto de El Pasea Porros y a la noche al teatro. Espero que el marzo que se aproxima resulte tan positivo como este febrero tan próximo a concluir.
Para mí que acá hay gato encerrado.
ResponderEliminarNo, Fernando. ¿A qué se debe semejante acusación? Quiero dejar constancia de que yo, Don Natalio Gris, me opongo fervientemente al cautiverio de los animales y que, consecuentemente, no he encerrado ningún gato en éste, mi humilde blog.
EliminarSaludos!
Es un alivio saberlo. Aunque debo aclarar que no fue una acusación. No quisiera terminar en tribunales por esto.
Eliminar¡Salud!
No te preocupes, Fernando. No puedo demandarte. Hay que ser famoso para poder hacer juicios por disputas pelotudas.
EliminarSaludos!
¡Bueno! Esto es un doble alivio. Pero ¿no tendrás ahora problema con las putas por decirles pelotudas?
Eliminarwow!!! me encanto
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