Hoy
me desperté cantando “Nadie es perfecto”, de Patricio Rey y sus Redonditos de
Ricota. Un poquito he mejorado, porque esta vez, al menos, la letra guarda
alguna relación con mi situación actual. Ayer tenía entre mis manos un proyecto
increíble, que no podía fallar, y hoy me despierto habiéndolo descartado.
Estuve haciendo cuentas hasta altas horas de la madrugada y no hay caso, no me
cierran los números para encarar lo del “paseador de porros”. Si quisiera
hacerlo bien, tendría que fumar a la par de los turistas, y no es una simple
excusa para consumir cannabis. Un buen guía siempre asume el compromiso de
compartir el estado emocional de sus guiados. El problema radica en que no
puedo manejar fumado, y si no manejo, tengo que contratar a un chofer para las
excursiones. Además, alguien me dijo que en la película “Medianeras” la
protagonista pasea perros y fuma porros, y el novio, por ese motivo, se refiere
a ella como la “pasea porros”. Ahí veo que arranco con todo esto y los hijos de
puta me reclaman que les pague patente. Esto en Hollywood no pasaría. Es una
lástima, pero es así.
Para
colmo, esta mañana tenía cita con mi terapeuta amigo. Iba caminando a verlo,
bajo el rayo del sol, dispuesto a vomitarle todas mis frustraciones; estaba
llegando unos minutos tarde y le mandé un mensaje para que me disculpara. En
seguida, recibí en el celular un llamado de él.
—Natalio,
¿estás llegando? —me preguntó.
—Sí
—respondí yo.
—Ah,
yo no estoy —me dijo, lo más orondo.
Que
mi vieja se olvide de mi cumpleaños, aunque coincida con el puto primer día del
año y las naciones del mundo le hagan a cada rato una cuenta regresiva para que
lo recuerde, vaya y pase, pero que una persona a la que le pago para que piense
en mí se olvide de mi existencia es demasiado; es como una patada al hígado del
orgullo.
Lo
mejor va a ser que retome el repaso de mi vida. En algún punto de la escuela
primaria —creo que fue en cuarto grado, cuando la maestra, para enseñarnos a
multiplicar, nos hizo llevar plastilina— comencé a sospechar que tenía algún
tipo de retraso madurativo y que mis viejos me lo estaban ocultando. Durante
mucho tiempo estuve convencido de que la escuela a la que asistía era una
escuela especial camuflada, a la que sólo iban chicos que, engañados por sus
padres, creían ser completamente normales. Mi experiencia en la escuela
secundaria no hizo más que reforzar la sospecha. Tenía compañeros que, con 15
añitos, se ponían a cantar “El Payaso Plin Plin” en medio de una clase. Lo que
era harto más desconcertante era la reacción del profesor de turno, que variaba
entre la indiferencia y un tibio intento por marcarles el ritmo a fuerza de
hacer palmas. Terminé la “secundaria” y empecé a laburar. En todos y cada uno
de mis trabajos me enfrenté con situaciones absurdas que alimentaron la misma
sensación: que la empresa es una clínica disfrazada, que mis viejos pagan mi
sueldo y, seguramente, una suma importante para cubrir el tratamiento. Cada vez
que echan a un compañero, me alegro por él, porque significa que le están dando
el alta, y sueño con el día en el que, finalmente, me toque ser despedido.
Puede
sonar un tanto paranoico, pero para mí la última novia que tuve era una
acompañante terapéutica contratada por mis viejos sin que yo lo supiera: se
pasaba todo el santo día dándome indicaciones, nunca pero nunca quería tener
relaciones (al menos no conmigo), me hacía cumplir horarios tan estrictos como
los de una oficina y, lejos de ponerse celosa, me incitaba a que mirara a otras
mujeres. Al principio esto último me hizo ilusionar con la posibilidad de hacer
un trío. Di vueltas y vueltas buscando las palabras para proponérselo, hasta
que una dura mañana de agosto entré a su departamento para corroborar que,
efectivamente, estaba predispuesta a vivir la experiencia, pero no necesitaba
que yo fuera uno de los dos acompañantes; con dos morenos vende joyas del
barrio de Once parecía arreglárselas muy bien. Lo peor del caso es que, no
conforme con su infidelidad interracial y múltiple, me abandonó ese mismo
mediodía luego de exponerme los motivos por los cuales consideraba que no
estaba preparada para afrontar una relación seria. Ese día comprobé que una
imagen duele más, mucho más, que doscientas mil palabras. Para mí ese noviazgo
fue una linda película con un final horrible e innecesario, al estilo “Cadena
de favores”. Hubiese preferido una relación más del tipo de “El sexto sentido”,
pero no me quejo.
Ahora,
si mi hipótesis fuera cierta, técnicamente no se habría tratado de una
infidelidad. Por otro lado, entre las acompañantes, el tratamiento y mi sueldo,
mis viejos estarían invirtiendo un dineral en mi salud...
¡Qué
lindo es sentirse querido! Voy a llamar a la vieja para charlar un rato. No me
cuesta nada y a ella le fascina discutir los viernes.
El "sexo sentido de favores" es una buena opción
ResponderEliminarMuchas gracias, Fernando, por la sugerencia, pero creo que mi acompañante terapéutica estaba pensando en algo así como "Sexo sin cadenas", por la liberación sexual de los vendedores de joyas del barrio de Once.
EliminarSaludos!
Y acaso estaría, discretamente, tratando de reescribir el himno... Según trascendió, estaría quedando así:
EliminarOid el ruido de rotas cadenas
¡Libertad! ¡Talcahuano! ¡Uruguay!
Hahaha, ese himno está chevere, oh dioX 'interrracial' me han venido muchas cosas a la mente y el título de: 'Cadena de sextos sentidos interraciales' o algo por el estilo, siento que esto va de mal en peor xD
ResponderEliminarMuchas gracias, Mawar, por el comentario. Efectivamente, esto va de mal en peor, pero mejorando.
EliminarSaludos!