Hoy me desperté cantando “Ruleta”, de Los Piojos, y me dije “¿por qué no?”. Siento un cosquilleo especial que me hace creer que voy a tener suerte. En total, hasta que me acrediten el sueldo este viernes, me quedan 78 pesos con 85 centavos. Separo 8 pesos con 85 para cubrir los viajes y los 70 restantes los juego en el Casino. En una de esas, si todo sale bien, voy a poder pasar un gran feriado y terminar a lo grande mi “licencia especial” para volver con las pilas recargadas al trabajo.
Para llegar al casino, tengo que tomarme un colectivo, el subte y el tren. Para que me rindan los 8 con 85, tengo que colarme en el tren. Ya lo he hecho antes y, más allá de los escrúpulos del caso, no representa ningún inconveniente. Mi idea es jugar a la ruleta y apostar todo a un color. Ya en el camino voy prestando atención, tratando de identificar indicios que me permitan saber si debo apostar al rojo o debo apostar al negro.
Rojo por el color de la ropa interior con la que mi vieja solía limpiar en verano.
Negro por los dos morenos vende joyas con los que me engañó mi acompañante terapeútica.
Rojo por los últimos tres semáforos.
Negro por las manchitas del dálmata que mis viejos le regalaron a mi amiguito del jardín.
Rojo por el color de la sangre que brotaba de mi nariz cada vez que me daban una paliza en la escuela.
Negro porque todo se volvió de ese color tras la trompada de Vicky.
Rojo por la primerísima vedette, Ethel Rojo.
Negro en honor a los ninjas de la película “Exterminator”.
El dilema todavía ocupaba mis pensamientos cuando entré al casino. Me acerqué a una caja y cambié mis 70 pesos por fichas. Para sentir que jugaba a lo grande, me acerqué a la ruleta central. A pesar de la hora, había gente en toda la circunferencia. Me abrí un poco de espacio. Todavía no sabía a qué color iba a jugar, pero apoyé las fichas en el paño. De inmediato, el croupier las apartó con algo parecido a un palo de golf y me dijo:
—Apuesta mínima: 100 pesos.
Tras decir eso, me señaló con el mismo palo el fondo de la sala. Allí había una mesa para nosotros, los apostadores humildes. La mesa era una mesa de pool desvencijada, convertida sin demasiado esmero en ruleta. El croupier era un tipo desalineado, con barba de veinte o treinta días, yoguin, ojotas y una remera un tanto agujereada. Tenía el aspecto de quien no ha dormido en años y manipulaba lo que parecía un palo de escoba. Mi plan seguía siendo el mismo. No sabía a qué color iba a jugar, pero sabía que mi suerte se iba a decidir entre el rojo y el negro. De todos modos, antes de jugarme todo mi capital, quise asegurarme de experimentar la sensación de ganar y separé mis fichas en dos mitades de 35 pesos. Puse una mitad en el rojo y la otra en el negro.
—No va más —dijo el croupier reflejando en su voz el desgano de treinta y ocho vidas.
Yo observaba tranquilo, tratando de decidir si en la próxima jugada apostaría al rojo o al negro. La bola giró largamente y se detuvo en el cero. El cero es verde y el verde, una variante que no había considerado. Había perdido todo y, más temprano de lo que imaginaba, había llegado la hora de emprender el regreso.
Algo me dice que el de mañana será un feriado largo. Me quedan 65 centavos. ¿Existe algo que pueda ser comprado hoy en día con ese dinero? No alcanza ni para el colectivo, por lo que esta noche tendré que caminar a mi cuarta sesión del Grupo de Ayuda para Gente con Problemas Pelotudos. ¿Qué son cuarenta cuadras? Salgo una hora antes y listo. Al menos tengo una excusa para seguir explotando las virtudes de las zapatillas de Jessica Cirio.
Natalio, un placer diario; gracias por conectarme con la literatura; lo sentia como una deuda con la cultura; ahora si me preguntan que estas leyendo puedro contestar Natalio Gris, gracias......
ResponderEliminarMuchas gracias, Anónimo. Si no fuera porque no me queda un peso, juraría que te pagué para que escribieras eso.
EliminarSaludos!