Hoy me desperté cantando “Lunes por la madrugada”, de Los Abuelos de la Nada. Es lunes, sí, pero por fortuna la madrugada ya había quedado lejos cuando me desperté. El kétchup del que me valí para anotar el número de Vicky se secó hace mucho tiempo sobre la hoja de anotador y yo sigo en veremos. Llamo, dejo que suene una vez y corto; vuelvo a llamar, lo dejo sonar dos veces y corto; vuelvo a llamar, dejo que suene cuatro veces, me atiende una voz masculina y corto. Espero que no tengan identificador de llamadas, porque si lo tienen me voy a meter en un problema serio. No sé por qué razón cada vez que tengo que hacer algo que puede ser significativo para mi futuro, mi mente sufre un bloqueo que me impide actuar como debería.
Necesito ayuda. En condiciones normales, acudiría a mi terapeuta amigo, pero hasta que no cobre a fin de mes no podré afrontar el costo de una sesión. Podría recurrir al moderador del Grupo de Ayuda para Gente con Problemas Pelotudos, pero considero que este es un problema serio y, aunque él insista, no logro asociar el problema de mi nombre con otros inconvenientes de mayor trascendencia. Además, cada vez cobra más fuerza en mí la impresión de que ese tipo esconde algo extraño y tenebroso. Como tercera opción, está el encargado de mi edificio, pero las bolas se me inflaron (digo que por culpa de la inflación el precio de las bolas de fraile rellenas con dulce de lecha que tengo que llevarle para que me atienda aumentaron un veinte por ciento). Además, cuanto menos lo vea, mejor. Ese sí es un sujeto peligroso. La única que me queda es ir a la estación de GNC y pedirles consejo a los cuatro taxistas que conforman mi grupo de asesores.
Allá voy. Llego al mediodía y mis cuatro asesores están debatiendo acerca de la mejor manera de limpiar el riachuelo. El primero sugiere rebalsarlo, porque considera que mucho más sencillo que limpiar el agua, será limpiar la vera del río. El segundo no se atreve a desestimar la propuesta de su compañero, pero cree más apropiado el vaciar el río, limpiar la cuenca y volver a llenarlo. El tercero reprende a los primeros dos por su falta de conciencia respecto a los problemas que la escasez de agua está ocasionando y ocasionará en el mundo y los conmina a idear soluciones que no impliquen la dilapidación de los recursos naturales. Su plan contempla el diseño de una grúa que en la punta del brazo mecánico lleve un colador o una paleta gigante que permita extraer la mugre del río sin quitarle demasiada agua. El cuarto, que es sin duda el más culinario de todos, propone armar una movida y preparar la isla flotante más grande del mundo. Dice que así llamarán la atención y recaudarán los fondos necesarios para financiar el proyecto que resulte más apropiado.
Cuando me ven, me invitan a sentarme. Les cuento lo que me está pasando: que mi mente se bloquea cada vez que tengo que hacer algo que considero importante. Sin pensar demasiado, el primero me pregunta si alguna vez, de chico, me quedé encerrado en un ascensor.
—Sí, una vez —respondo, sin saber a qué apunta.
—¿Y estabas subiendo o bajando? —me pregunta.
—No sé —le respondo—. Creo que subía.
—Bueno, ahí tenés —me dice en tono concluyente—. Esa interrupción abrupta en una subida franca dejó una huella en tu estructura mental que hace que te resistas a cualquier posibilidad de ascenso que se presente en tu vida.
Aunque debo reconocer que nunca entendí mucho del tema, tengo la impresión de que el amigo taxista es un freudiano de la primera hora. El segundo y el tercero no se atrevieron a contradecirlo. El cuarto me sugirió que en adelante empiece a rayar nuez moscada y que durante tres semanas la disuelva en el café con leche todas las mañanas.
—Hoy no hay postre para vos —le dije, algo indignado por su obsesión culinaria—. ¿Qué me recomendás que haga, entonces? —le pregunté al primero.
—Recordá que siempre existirá al menos un camino alternativo. Si te asustan los ascensores, subí por escalera.
Agradecí a los primeros tres, pagué sus postres y volví a mi departamento más confundido de lo que había llegado. Tengo mis dudas acerca de la pericia de mis asesores. No cuestiono su capacidad para hallar las mejores soluciones a los problemas que aquejan a la humanidad, pero, al igual que en nuestro primer encuentro, tengo la sensación de que están tan acostumbrados a tratar con problemas globales, que las tribulaciones de este simple mortal terminan por confundirlos. De todos modos, por las dudas, subí los siete pisos por escalera. Para ser un hombre que no practica deportes, estoy haciendo mucho ejercicio. Parece que las zapatillas de Jessica Cirio realmente funcionan, porque los pantalones se me caen hasta con el cinto puesto.
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