Hoy
me desperté cantando “Australia”, de The Shins, pensando que si quería
conseguir el número de Vicky debería dejar de dar vueltas y comenzar a hacer
jugadas más directas y agresivas. En seguida lo llamé al moderador del Grupo de
Ayuda para Gente con Problemas Pelotudos y le dije que me sentía culpable por
haber provocado la suspensión de la última sesión, que necesitaba disculparme
personalmente. Luego de negarse dos o tres veces, me propuso encontrarnos para
almorzar en algún lugar de comida rápida y lo cité a la una en el McDonald´s
más cercano a mi departamento.
Con
mis cuentas en rojo, decidí activar un plan radical de reducción de gastos y,
en consecuencia, me pasé la mañana recorriendo las calles de la ciudad en busca
de algún folletero que repartiera descuentos o promociones para McDonald´s.
Debo haber caminado durante más de dos horas, pero no tuve suerte. Conseguí,
sí, un dos por uno para el menú de ensalada en el Burger King. A la una y diez
llegó el moderador a la puerta del McDonald´s. Yo lo estaba esperando, le dije
que había visto un par de cucarachas paseando lo más orondas por el local y lo
invité a que caminemos unas pocas cuadras hacia otro lugar que me parecía más
higiénico. No pudo negarse y, tras caminar trece cuadras, llegamos a Burger King.
En
las cajas, antes de que nos atendieran, le pregunté qué iba a pedir.
—Una
hamburgesa… cualquiera —me respondió.
Entonces
le sugerí que me diera el dinero y que fuera a buscar servilletas, bombillas y
un lugar donde sentarnos mientras yo hacía el pedido. Me daba la impresión de
que lo fastidiaba recibir indicaciones mías, pero me hizo caso. Cuando llegó mi
turno pedí dos ensaladas, presenté el dos por uno que había conseguido esa
mañana y pagué con el dinero que me había dejado el moderador. Sentí algo de
emoción, porque, si bien no había sido de la forma clásica, era la primera vez
que me invitaban a comer en mucho, mucho tiempo.
—¿Desea
convertir sus Combos Mega Grandes en Combos Mega Gigantes por dos pesos con
cincuenta o en Combos Híper Espaciales por cuatro pesos con setenta y cinco? —me
preguntó la cajera.
—No,
muchas gracias —le respondí.
—Por
cinco pesos con veinticinco, señor, puede aprovechar la “Nueva Promo” y
llevarse una porción de queso y dulce o puede elegir la “Promo 3, 2, 1” y
llevarse tres ciruelas, dos kiwis y un tomate —insistió ella.
—No,
te agradezco, pero no me interesa —le respondí.
—Bueno,
señor, por diez pesos usted puede tener acceso a nuestra última promoción, “El
esclavito contento”, y llevarse al empleado del mes a trabajar para usted
durante una semana.
—No,
muchísimas gracias, pero no quiero nada —le dije tras pensarlo unos segundos y
me llevé la bandeja con las dos ensaladas.
Cuando
llegué a la mesa, el moderador me estaba esperando. La expresión de su rostro
mostraba claros signos de impaciencia. Me senté y le alcancé su menú. No
pareció molestarle el hecho de que no fuera una hamburguesa. Me daba la impresión
de que quería comer rápido e irse. Pensé que su apuro podía convertirse en una
ventaja, le reiteré mi arrepentimiento por el episodio del último miércoles y
comencé a hablar y a hablar y a hablar, contándole todo tipo de cosas, hasta
que, desbordado por la impaciencia, me dijo:
—Está
bien, no hace falta que me pidas disculpas. ¿Por qué das tantas vueltas? ¿Qué
es lo que necesitas?
—Ahora
que lo pregunta —le dije yo—, necesitaría que me pase el número de Vicky para disculparme
con ella antes del miércoles. No quiero que, por mi culpa, deje de ir al grupo.
—¿Tenés
para anotar? —me preguntó.
Cuando
le iba a decir que no, que había dejado el celular cargándose en el
departamento, un nene de no más de diez años se acercó a nuestra mesa.
—¡Anotadores!
—dijo—. ¿No me compran un anotador?
—¿Cuánto
cuestan? —le pregunté.
—Tres
por diez pesos —me dijo.
—¿No
los vendés de a uno?
—Sí
—dijo y me alcanzó uno—. Son diez pesos.
Le
pagué y le pregunté al moderador si tenía una lapicera. Revisó sus bolsillos y
cuando todo indicaba que me iba a responder que no, un chico muy parecido al
anterior pero uno o dos años más grande se acercó a nuestra mesa y nos dijo:
—¡Lapiceras!
¿No me compran una lapicera?
Para
ahorrarme toda la ceremonia, le di diez pesos sin preguntarle nada y me dio una
lapicera.
La
probé y no andaba. Lo llamé y le pedí que me la cambiara por otra.
—No
tiene garantía —me dijo.
—¿Cómo
que no tiene garantía? —le pregunté—. Me estás estafando.
—Son
los riesgos de comprar en la calle —me respondió—. ¿Quiere comprarme otra?
Le
dije que no, que me las arreglaba y desapareció. Desesperado por registrar el
número de Vicky, la loca de los guantes de cocina que me rompió la mandíbula
con un cross de derecha, abrí un sobre de kétchup que no habíamos usado, mojé
la lapicera y lo anoté.
Ahora
estoy en mi departamento, mirando con ojos incrédulos la hojita de anotador en
la que, con tinta de kétchup, escribí su número. ¿Conviene que la llame hoy,
domingo? ¿Tendría que esperar hasta mañana? ¿Estará muy enojada todavía? No sé
qué hacer. Mejor duermo una siesta y espero a que mis ideas se acomoden un
poco.
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