Hoy
me desperté cantando “Alta suciedad”, de Andrés Calamaro. Se me está pasando el
efecto de los analgésicos y el dolor de mandíbula se vuelve cada vez más
insoportable. Por cuestiones de salud mental decidí abandonar las pastillas;
tengo la sospecha de que me estaban produciendo un efecto alucinógeno. De todo
lo que sucedió ayer, no logro discernir entre lo real y lo imaginario. No sé si
fui a la guardia del hospital, no sé si me crucé con el ciego de los parches o
con una mujer a punto de dar a luz. Y, lo que es más grave aún, no sé si es
cierto o no el que haya nacido un nuevo Natalio. Si tuviera que adivinar, diría
que nunca salí de mi departamento y que ese nuevo Natalio no es hijo de su
madre, sino de mi delirio.
Más
allá de la frustración por no verme continuado en una criatura recién nacida,
el día me dejó una imagen auspiciosa que tal vez sea la clave para desactivar la crisis. En algún momento de la madrugada, estando
entredormido o entredespierto, la vi a Vicky, la loca de los guantes, sobre un
cuadrilátero. Hacía el típico bailecito previo a una pelea de boxeo: saltaba
sobre sus piernitas flacas a toda velocidad, tiraba un jab de izquierda, un
cross de derecha (¡ay!), un gancho de izquierda… Sus guantes de boxeo tenían,
en realidad, la forma de los guantes de cocina. En su rincón, detrás de ella,
había un hombre cuyo rostro se escondía debajo de un sombrero gris y cuyo
cuerpo presentaba una curvatura desproporcionada a la altura de las caderas…
¡Era yo! ¡Yo era su entrenador!
Ahora
que lo veo me pregunto ¿cómo no se me ocurrió antes? Vicky es un diamante en
bruto. Si con un solo derechazo y con los guantes de cocina puestos le había
causado un daño tan grande a mi mandíbula, seguramente, con el entrenamiento
adecuado, podría convertirse en campeona nacional y, por qué no soñar en
grande, en campeona del mundo. Yo puedo entrenarla. Tengo un vasto conocimiento
de la técnica del boxeo.
Hubo
una época de mi infancia en la que mis compañeros me golpeaban casi a diario. Preocupada
por mi integridad física, mi vieja quiso enseñarme algunos trucos de defensa
personal, pero la cosa se puso peor. Cuando, tras varias semanas de lesiones
cuya gravedad iba en paulatino aumento, aceptó que la situación excedía su
capacidad pedagógica, me puso a mirar las peleas de boxeo que transmitían por
televisión. Todos los sábados me quedaba viendo boxeo hasta altas horas de la
madrugada. Con el correr del tiempo fui asimilando todos y cada uno de los
golpes y las técnicas de un arte milenario. Las cosas cambiaron
significativamente, porque mientras mis compañeros me golpeaban yo relataba sus
movimientos tratando de imitar la voz de Osvaldito Príncipi. Mi talento comenzó
a cobrar fama y pibes de otros colegios empezaron a acercarse al mío para
esperarme a la salida y disfrutar de mi relato minucioso y apasionado acerca de
la paliza que me estaban dando. Al final, me ayudaban a levantarme, me sacudían
la ropa y me expresaban su admiración y respeto. Así comprendí que la fama trae
aparejados muchos beneficios, pero puede ser muy dolorosa y, pensando en mi
salud, decidí recibir los golpes en absoluto silencio. Apenas si dejaba escapar
alguna onomatopeya. Al principio me pegaban con más bronca, pero pronto
volvieron a tratarme con la indiferencia de siempre.
En
fin… eso es parte del pasado, etapa superada, y puedo aprovechar los
conocimientos adquiridos en aquella época para convertir a Vicky en campeona
del mundo. Solamente tengo que conseguir su teléfono, llamarla y convencerla.
Sí, estoy seguro de que llevar a la cima del mundo de los guantes a la mujer
que me rompió el corazón quebrándome la mandíbula va a ser suficiente para
desactivar la crisis de los 30. Tendría que apurarme, eso sí, porque se me está
acabando el tiempo libre. El viernes es primero de mes, se me vence la licencia
y tengo que volver al trabajo, a mover el culito como un perro faldero mientras
los “pellizca culos” hacen lo que les corresponde.
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