sábado, 26 de enero de 2013

Día 26 - Vicky, la boxeadora


Hoy me desperté cantando “Alta suciedad”, de Andrés Calamaro. Se me está pasando el efecto de los analgésicos y el dolor de mandíbula se vuelve cada vez más insoportable. Por cuestiones de salud mental decidí abandonar las pastillas; tengo la sospecha de que me estaban produciendo un efecto alucinógeno. De todo lo que sucedió ayer, no logro discernir entre lo real y lo imaginario. No sé si fui a la guardia del hospital, no sé si me crucé con el ciego de los parches o con una mujer a punto de dar a luz. Y, lo que es más grave aún, no sé si es cierto o no el que haya nacido un nuevo Natalio. Si tuviera que adivinar, diría que nunca salí de mi departamento y que ese nuevo Natalio no es hijo de su madre, sino de mi delirio.

Más allá de la frustración por no verme continuado en una criatura recién nacida, el día me dejó una imagen auspiciosa que tal vez sea la clave para desactivar la crisis. En algún momento de la madrugada, estando entredormido o entredespierto, la vi a Vicky, la loca de los guantes, sobre un cuadrilátero. Hacía el típico bailecito previo a una pelea de boxeo: saltaba sobre sus piernitas flacas a toda velocidad, tiraba un jab de izquierda, un cross de derecha (¡ay!), un gancho de izquierda… Sus guantes de boxeo tenían, en realidad, la forma de los guantes de cocina. En su rincón, detrás de ella, había un hombre cuyo rostro se escondía debajo de un sombrero gris y cuyo cuerpo presentaba una curvatura desproporcionada a la altura de las caderas… ¡Era yo! ¡Yo era su entrenador!
Ahora que lo veo me pregunto ¿cómo no se me ocurrió antes? Vicky es un diamante en bruto. Si con un solo derechazo y con los guantes de cocina puestos le había causado un daño tan grande a mi mandíbula, seguramente, con el entrenamiento adecuado, podría convertirse en campeona nacional y, por qué no soñar en grande, en campeona del mundo. Yo puedo entrenarla. Tengo un vasto conocimiento de la técnica del boxeo.
Hubo una época de mi infancia en la que mis compañeros me golpeaban casi a diario. Preocupada por mi integridad física, mi vieja quiso enseñarme algunos trucos de defensa personal, pero la cosa se puso peor. Cuando, tras varias semanas de lesiones cuya gravedad iba en paulatino aumento, aceptó que la situación excedía su capacidad pedagógica, me puso a mirar las peleas de boxeo que transmitían por televisión. Todos los sábados me quedaba viendo boxeo hasta altas horas de la madrugada. Con el correr del tiempo fui asimilando todos y cada uno de los golpes y las técnicas de un arte milenario. Las cosas cambiaron significativamente, porque mientras mis compañeros me golpeaban yo relataba sus movimientos tratando de imitar la voz de Osvaldito Príncipi. Mi talento comenzó a cobrar fama y pibes de otros colegios empezaron a acercarse al mío para esperarme a la salida y disfrutar de mi relato minucioso y apasionado acerca de la paliza que me estaban dando. Al final, me ayudaban a levantarme, me sacudían la ropa y me expresaban su admiración y respeto. Así comprendí que la fama trae aparejados muchos beneficios, pero puede ser muy dolorosa y, pensando en mi salud, decidí recibir los golpes en absoluto silencio. Apenas si dejaba escapar alguna onomatopeya. Al principio me pegaban con más bronca, pero pronto volvieron a tratarme con la indiferencia de siempre.
En fin… eso es parte del pasado, etapa superada, y puedo aprovechar los conocimientos adquiridos en aquella época para convertir a Vicky en campeona del mundo. Solamente tengo que conseguir su teléfono, llamarla y convencerla. Sí, estoy seguro de que llevar a la cima del mundo de los guantes a la mujer que me rompió el corazón quebrándome la mandíbula va a ser suficiente para desactivar la crisis de los 30. Tendría que apurarme, eso sí, porque se me está acabando el tiempo libre. El viernes es primero de mes, se me vence la licencia y tengo que volver al trabajo, a mover el culito como un perro faldero mientras los “pellizca culos” hacen lo que les corresponde.

No hay comentarios:

Publicar un comentario