Hoy me desperté muy temprano cantando “Lloviendo estrellas”, de Cristian Castro. Sin palabras.
Anoche estuve intentando, por todos los medios posibles, o armar la escaladora o volver a guardarla en su caja original, pero no hubo caso. Mi casa es un desorden. Por suerte, antes había llamado a una agencia de servicios de limpieza a domicilio cuyo número conseguí en internet y quedamos en que hoy mandaban a alguien. A las siete y cuarto sonó el timbre.
—Lucrecia, de la agencia —me dijo una voz al otro lado del portero eléctrico.
Bajé a abrirle y tuve la impresión de que esa mujer no se llamaba Lucrecia. Su aspecto desgarbado, su acento tan trabado en las “r” y su color de piel rayano con lo alvino me llevaron a sospechar que era una ucraniana a la que, vaya uno a saber con qué motivo, en la agencia le habían sugerido que se cambiara el nombre. A decir verdad, a excepción de Shevchenko y los diez desnutridos con los que compartía equipo en el mundial 2006, nunca vi a un ucraniano, pero estaba seguro de que ella era el decimosegundo ucraniano que veía en mi vida. Subimos y le abrí la puerta. El desorden no la conmovió. Tal vez porque vi demasiadas películas, supuse que en su infancia habría visto ciudades y ciudades reducidas a escombros por los bombardeos y que eso la había insensibilizado.
—¿Qué necesita que yo haga? —me preguntó, y hasta cuando las palabras no tenían “r” yo sentía que las pronunciaba.
—Nada. Una limpieza general y profunda —le respondí.
En seguida se puso a limpiar. Increíblemente, sabía dónde encontrar productos y elementos de limpieza cuya ubicación y existencia yo desconocía. A los pocos minutos (creo que coincidió con la primera vez que se secó el sudor de la frente con el antebrazo) experimenté el resurgir de un trauma que creía superado, o al menos sepultado bajo varias capas de negación y olvido. Cuando era chico, como éramos nueve hermanos y no nos sobraba nada, no teníamos ni aire acondicionado, ni ventilador, ni negros que nos apantallaran. Para contrarrestar el calor de las tardes sofocantes de verano, mi vieja, que era ama de casa, solía hacer la limpieza en bombacha y corpiño. Prefiero no recordar los días en los que decidía hacer el lavado masivo de la ropa interior… Psicoanalistas del mundo, si están interesados en conocer la receta para superar el complejo de Edipo, les paso la dirección de mi vieja y la van a visitar un día caluroso en el que decida hacer limpieza. Tengan en cuenta, eso sí, que el medicamento tiene una lista interminable de contraindicaciones.
La cuestión es que, por alguna razón, la presencia de la ucraniana reactivó en mí ese recuerdo traumático y ya no podía verla limpiar sin evocar la imagen de mi vieja. Tenía que irme, tenía que salir de inmediato. Le avisé y me preguntó qué debía hacer con todo lo que estaba tirado. Mareado y nauseabundo, al borde del desmayo, le dije que confiaba en su criterio. Que guardara lo que considerara útil y que tirara el resto. Bajé los siete pisos corriendo por las escaleras y ocupé una mesa en el barcito de la esquina.
Tres horas más tarde volví a mi departamento. Entré y la vi sentada en una de las sillas, aburrida como si hubiera terminado hacía dos horas y media. El lugar estaba reluciente; los muebles, las paredes, los pisos y hasta los techos brillaban; no había ni una sola cosa fuera de lugar, no había objetos desparramados. “¡Qué mujer increíble!”, pensé y, hasta que volví a asociarla con la imagen de mi vieja en pelotas, sentí deseos de fundirme con ella en un abrazo. La emoción me llevó hasta la habitación. “¡Mi cama!”, por fin podía ver mi cama. No había porquerías que la cubrieran y podría volver a dormir sobre un catre, como un ser humano. Exultante, abrí el ropero para ver cómo se las había ingeniado para guardar tantas cosas en un espacio tan reducido, pero, al igual que el resto de la casa, el ropero brillaba y estaba completamente vacío.
—¡Lucrecia! —la llamé—. ¿Dónde están mis cosas?
—Usted dijo que tirrarra basurra —me respondió.
—¿Pero todo? ¿Tiraste todo? —le pregunté—. ¿Dónte está la escaladora?
—¿Qué cosa?
—La escaladora —le dije—. Unos fierros y plásticos y papeles que estaban tirados al lado de una caja.
—¡Oh! Basurra. Guardé todo en la caja y lo llevé a la verreda.
—¿Qué? ¿Cómo hiciste? Yo estuve toda la noche intentando guardarla… —a pesar del enojo, no podía salirme de mi asombro— ¿La bajaste los siete pisos vos sola?
—La bajé porr ascensorr, señor.
¿Cómo había hecho la ucraniana para meter la escaladora en la caja y la caja en el ascensor? Para mí era un misterio. Salí al pasillo y, como los ascensores estaban en otro piso, volví a bajar corriendo a toda velocidad por las escaleras. Miré a un lado y al otro, estaba desesperado. De repente vi que en una de las esquinas sobresalía una montaña de porquerías, ¡mis porquerías! Me acerqué para ver qué podía rescatar y, cuando estaba a unos metros, vi llegar al musculoso con cara de muchos amigos al que, en mi primera visita fallida al gimnasio del barrio, puse en mi contra con un choque de manos impulsivo. Me detuve y lo estudié en silencio mientras él revisaba mis porquerías. Luego de revolver durante unos segundos, apartó de un manotón un puñado de bolsas y, dispuesto a volver por donde había venido, se cargó sobre el hombro la caja de la escaladora. En otras circunstancias la habría dado por perdida, pero el hecho de ni siquiera haber pagado la primera de las doce cuotas me hizo reaccionar. Tomé carrera y le di un topetazo. El rebote me hizo caer sobre mis porquerías. Sin saber si lo había picado un mosquito o si lo había escupido un camoatí, el musculoso se dio vuelta. Al verme, los ojos se le inyectaron en sangre. Dejó la caja en el piso y se acercó, yo creo que para mandarme a saludar a la tía de las hijas de Antonio, mi peluquero amigo. Como pude, me puse de pie y empecé a correr. Él me seguía de cerca, pero poco a poco iría tomando distancia. En tiempo record, di una vuelta grande alrededor de tres manzanas y volví a donde todo había comenzado. No había rastros del gigante. De todos modos, yo no dejaba de sentir temor, aunque, por otra parte, esa torre de músculos me había hecho correr dos veces en menos de una semana, por lo que ya podía empezar a verlo como mi personal trainer. Con las fuerzas que me quedaban arrastré la escaladora hasta la entrada de mi edificio. Ahí estaba “Lucrecia”, esperando mi vuelta para que le pagara por su trabajo. Le pedí que, antes de irse, me ayudara a subir la caja.
—No me pagan porr eso, señorr —me dijo.
—Bueno, aunque sea decime cómo carajo hiceste para meterla en el ascensor.
—No me pagan porr eso, señorr —insistió la ucraniana.
—Bueno, pero si ves que viene un hombre musculoso, pegame un grito… avisame.
—No señorr.
—Está bien. Gracias por nada —le dije, le pagué y la mandé a la mierda… hablando bajito, porque, para ser sincero, también esa mujer me asustaba un poco.
La vida volvió a ponerme en la situación de escalar siete pisos con una escaladora a cuestas. Ahora estoy encerrado bajo llave en mi departamento. Tengo miedo de salir a la calle. Tengo miedo de encontrarme con el gigante musculoso. Para que no me reconozca tan fácilmente, agarré la máquina de afeitar (una de las pocas cosas que no tiró “Lucrecia”) y me rapé la cabeza. Me gustaba mi corte de cabello, pero me vi obligado a priorizar la supervivencia. Ahora estoy pensando en pelarme las cejas.
El próximo paso debería ser: Natalio vende la escaladora para comprarse un Kimono y empezar a practicar Jiu Jitsu. Solo así conocerá los placeres de seguir corriendo pero eso sí, algo más entrenado...
ResponderEliminarMuchas gracias, Equinox, por la sugerencia. Salvo que el comprador se haga cargo de bajarla los siete pisos, no voy a vender la escaladora. Respecto al Jiu Jitsu, puede que su aprendizaje me permita defenderme del Gigante Musculoso. Voy a pensarlo. ¿Sabés de algún lugar barato que no quede tan lejos de mi casa?
ResponderEliminarSaludos!