Hoy me desperté cantando “Flashdance… What a Feeling”, de Irene Cara. ¡Qué semanita me espera! Ya temprano tocaron el timbre. Venían a entregar la escaladora. El muchacho que la dejó me hizo firmar un papel. Le pregunté si el servicio de entrega incluía el traslado hasta la puerta de mi departamento. Por lo visto no tenía muy presente eso de “el que calla otorga”, porque ni siquiera me respondió y se fue dejándome solo con una caja de dimensiones descomunales. Intenté levantarla, pero no pude y a duras penas la arrastré hasta los ascensores. Me imaginaba que no iba a entrar, aunque necesitaba hacer el intento antes de resignarme. Abrí de par en par las puertas del ascensor más cercano y empecé a probar: la caja parada… no cabía; la caja acostada… no cabía; la caja inclinada para un lado, para el otro… no cabía de ninguna forma. Creo que habría sido más sencillo guardar el ascensor en la caja que lograr lo contrario. La desesperación ante la idea de tener que subirla por las escaleras me hizo perder la compostura y me puse a empujar tomando impulso contra la pared, pero nada… Hiciera lo que hiciera, la caja no iba a entrar. Por arte de magia, apareció a mis espaldas el encargado del edificio.
—Se va a romper, che —me dijo.
Nunca supe si se refería al ascensor o a la escaladora, pero su advertencia fue suficiente para que desistiera. Antes de que pudiera preguntarle si me ayudaba a subirla por las escaleras, el muy turro había desaparecido. Así fue que, vestido de malla, remera, ojotas y gorro de lana, escalé siete pisos arrastrando una escaladora. Me sentía como se habría sentido San Martín si hubiera tenido que cruzar Los Andes llevando a su caballo a caballito. Ya en mi departamento, y después de bañarme por segunda vez en el día, enfrenté el desafío de armarla y ponerla a funcionar. Abrí la caja y encontré: un manual de instrucciones para el armado, un segundo manual para el uso y un tercer manual pensado para que el escalador principiante pudiera entender los primeros dos manuales; una bolsa con 76 tuercas, otra bolsa con 5 tornillos y un montón de fierros y plásticos que, combinados de alguna misteriosa manera, tendrían que convertirse en el aparato que tan bien se veía en las fotos del primer manual. A esa altura ya necesitaba bañarme por tercera vez. Para colmo, se acercaba la hora de visitar al peluquero amigo, por lo que decidí devolver la escaladora a la caja y postergar su puesta a punto por tiempo indefinido. Para mi sorpresa, volverla a empacar sería tan difícil como armarla. Ahí estaba yo, una mente sencilla frente a un montón de escombros y una caja, preguntándome cómo carajo habrían hecho los hijos de puta para meter todo eso en un espacio tan reducido. Traté de concentrarme, de valerme de la experiencia adquirida en el jardín de infantes, cuando era un especialista en insertar maderitas en la forma adecuada, y hasta invoqué a los dioses del pelotudismo repitiendo una y otra vez el canto milenario: “A guardar, a guardar, cada cosa en su lugar”. Pero no hubo caso. Dejé todo tirado, me bañé por tercera vez y me fui. Los fierros, los plásticos, las tuercas, los tornillos y los tres manuales desparramados son ahora un motivo más para contratar a alguien que venga a limpiar mi departamento.
Llegué a la casa de Antonio, mi peluquero amigo, un par de horas antes de lo pautado. No obstante, como había tenido una mañana tan activa, tenía la sensación de estar llegando tarde. Cuando doblé en la esquina de su cuadra me llamó la atención la gran cantidad de autos estacionados. A unos metros de la puerta de su casa había uno extremadamente lujoso, muy similar a una limusina. Traté de recordar si Antonio tenía un apellido italiano, porque empecé a temer que fuera un capo mafia que, para lavar dinero, se hacía pasar por peluquero. Tras buscar un timbre que al parecer no existía, golpeé la puerta. A los pocos segundos una mujer vestida de negro y con la cara oculta tras un velo del mismo color me invitó a pasar. En otras circunstancias me habría sacado el gorro de lana para saludarla, pero mi pelo era un desastre y elegí entre los males el “menos peor”. El lugar estaba repleto de gente, todos ellos vestidos con ropa oscura en un claro contraste con mis ojotas verdes y mi malla floreada. Al fondo de una sala amplia estaba Antonio, parado junto al cajón con las manos enlazadas a la altura del vientre y la mirada extraviada. Fue al verlo cuando entendí que estaba en el velatorio de la tía de sus hijas. Nunca supe si la tía que había muerto era su hermana o su cuñada, pero ya no me importaba. No podía perder tiempo, tenía que acercarme y pedirle que concluya lo que había comenzado la mañana anterior. Me detuve frente a él y me miró como si no me reconociera. Entonces hice lo que tenía que hacer: me quité el gorro y le mostré el desastre que tenía en la cabeza.
—No somos nada —me dijo.
No llegué a darme cuenta si me había reconocido o si al ver semejante esperpento su vocación de peluquero lo hizo reaccionar. De inmediato fue a buscar una silla, sacó las pocas porquerías que había arriba de una mesa y trajo el mantel, puso la silla junto a la cabecera del cajón, me colocó el mantel como babero, sacó una tijera de uno de sus bolsillos y se puso a trabajar. Su Alzheimer avanzaba considerablemente, porque al terminar no sólo quiso cobrarme nuevamente, sino que me dijo:
—Son 200.000 australes.
—Perfecto, después paso y se lo pago —le respondí. Yo dos veces no le iba a pagar.
Por respeto, y porque quería lucir ante la multitud mi nuevo corte de cabello, me quedé un buen rato. La silla había quedado ahí, y Antonio con las tijeras parado detrás de la silla. Para sorpresa mía, de cada tres personas que se acercaban a despedir a la tía, una aprovechaba la puesta en escena y se sentaba para que Antonio le cortara el cabello. Actuando como un autómata, en menos de una hora hizo cinco o seis cortes. Cuando me fui todavía seguían desfilando los clientes, y hasta había quienes auguraban que iba a seguir atendiendo durante la procesión y en el entierro. De ser así, siempre que cobre en pesos y no en australes, tal vez llegue a cubrir en un solo día los gastos de todo el asunto.
En gran medida, me siento responsable por su éxito, porque si no hubiese ido hasta su casa nada de esto habría sucedido, y hasta estoy considerando la posibilidad de proponerle que nos asociemos para iniciar un emprendimiento en el que ofrezcamos los servicios de un salón de belleza durante los velorios. No sólo peluquería, sino también manicura y, por qué no, masajes. Sería cuestión de presentarle el proyecto a una buena funeraria. Qué sé yo, tendría que pensarlo bien, pero hasta tal vez podríamos comprar una de esas furgonetitas Volkswagen para trasladarnos y adornarla con uno de esos tubitos luminosos de color rojo y blanco.
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