Hoy
me desperté cantando “Cuando es con vos”, de Virus. Desayuné, me bañé y a las
once menos cinco ya estaba sentado en el local de mi peluquero amigo. Cuando
llegué, estaba terminando de afeitar con navaja al que parecía un cliente
habitual. De inmediato se me vino a la mente la imagen de mi vieja con la cara
cubierta de espuma de afeitar. Casi me desmayo.
Debo
confesar que no son de mi agrado las peluquerías modernas. Para que yo la
elija, una peluquería debe cumplir con una serie de requisitos que no son
negociables. En primer lugar, debe estar cerca de mi departamento, a menos de
tres cuadras. Por lo general, los cortes no quedan muy bien al principio y
quiero estar seguro de que, de ser necesario, puedo volver corriendo sin ser
visto por demasiada gente. En segundo lugar, debe tener un solo peluquero. A mí
no me vengan con eso de que hoy te corta Julián, mañana te corta Ricky, pasado
te corta Andrés, para que después yo vuelva encariñado con uno, avise que
quiero que me corte él y me digan o que se fue de vacaciones o que dejó de
trabajar ahí. ¡No! No vuelvo a pasar por eso. Para decepciones amorosas ya
tengo la vida, que mi peluquero me corte le pelo y punto. En tercer lugar,
deben ofrecer descuento a los jubilados. Sé que llegará el momento en el que
forme parte de ese grupo etario y estoy interesado en contar con ese beneficio.
Por último, y este tal vez sea el punto de mayor importancia, para que yo la
elija una peluquería debe exhibir, colgado en algún punto de su fachada, ese
tubito luminoso de color rojo y blanco.
El
local de mi peluquero amigo cumple con todos y cada uno de los requisitos antes
mencionados. Él se llama Antonio, como el tercero de mis hermanos, y debe tener
alrededor de 65 años. Su Parkinson incipiente impresiona un poco al principio,
pero cuando te acostumbrás al temblor de sus manos, te das cuenta de que es muy
prudente y que tu integridad física no corre, prácticamente, ningún tipo de
peligro. Desde que me mudé a este barrio, me corté siempre con él. Voy cada
ocho o nueve meses para evitar que la gente me haga chistes con el corte de
pelo. Es algo que descubrí sin querer: si yo me dejo el pelo lo suficientemente
largo y desprolijo, al punto de causar repulsión, cuando me lo corto la gente,
en lugar de cargarme, me dice que me queda bien. Cuando se nace poco agraciado,
hay que rebuscársela para conseguir elogios.
Como
si fuera un veinteañero, Antonio no se cansa de sumar reconocimientos
internacionales. Las últimas veces he notado que al Parkinson incipiente le ha ido
sumando algunas características propias del mal de Alzheimer. Cada vez que voy
es la misma secuencia: me siento, me coloca con pulso tembloroso ese babero
gigante que impide que mi ropa se llene de pelos y me pregunta:
—¿Cómo
te vas a cortar?
—Como
siempre —le respondo y él se rasca la cabeza y me mira desconcertado, como
diciéndome “¿y vos quién carajo sos?” Entonces le explico que bien cortito, pero
no tanto, que para peinarme con raya a la derecha, etc.
Habitualmente,
esa es toda la interacción verbal que hay entre nosotros. Pero por lo visto
este año pre crisis se ha empeñado en depararme sorpresas. Cuando íbamos por la
mitad y él, fiel a su estilo de cortador de pasto, me había rebajado la parte
de adelante y no había tocado la parte de atrás, entraron a la peluquería dos
mujeres de treinta y pico de años llorando a moco tendido. Eran las hijas de
Antonio, porque una se acercó y le dijo:
—Papá,
se murió la tía.
¡La
puta madre! Puede sonar egoísta y hasta un poco desalmado, pero a esa altura yo
parecía un león sarnoso y afectado por la más severa de las calvicies. No podía
salir a la calle así. Me quedé sentado y esperé. Las mujeres salieron y Antonio
tuvo la iniciativa de seguir cortándome, pero a causa de los nervios el temblor
de su mano se había multiplicado considerablemente. No sabía si darle el
pésame, si preguntarle si alguna de las hijas había seguido su profesión y
podía terminar el corte en su lugar, si irme corriendo y pelarme cuando llegara
a mi casa… Lo único que hice fue ponerme de pie.
—Pará
—me dijo—, que lo termino enseguida.
—No,
deje, deje —le dije yo, que por lo visto estaba interesado en conservar todos y
cada uno de los componentes de mi cara.
—Pero
mirá lo que parecés… ¿sabés dónde vivo? —me preguntó.
—Sí.
—Bueno,
pasá por casa mañana al mediodía y te lo termino.
—Perfecto.
Paso mañana —le dije y ya me disponía a correr hasta mi casa cuando su mano
temblorosa me detuvo.
—¿No
me pagás ahora? —me preguntó— Con todo esto, voy a tener que comprar una corona
de flores, más los gastos del entierro…
—Sí,
sí, sí. Deje. No me explique nada —lo interrumpí. Quise sacar la billetera del
bolsillo y noté que todavía tenía puesto el babero gigante. Me lo saqué, le
pagué y me fui corriendo hasta mi casa. Corría como Adrián Suar en “Comodines”,
cubriéndome la cabeza con los brazos y las manos. A veces pienso que soy el
único infeliz al que le pueden suceder este tipo de cosas. Si alguien estuviera
interesado en reconocerme, como Wally en la playa soy el único boludo que con
más de treinta grados de temperatura tiene puesto un gorro de lana.
Por alguna extraña razón, se me había escapado este capítulo.
ResponderEliminarDe chico, yo sufría un peluquero amigo de mi papá, que venía todos los meses, puntualmente, y no usaba agüita como ahora, te cortaba en seco nomás, y era como si te tiraran hormigas por el cuello de la camisa. Y no usaba babero, calculo que para alivianar su maletín, pero sí una toalla de mi vieja, que eran más viejas que ella y que no te tapaban nada. Un horror. Desde entonces, odio a todos los peluqueros.
Presumo que el subconsciente, Fernando, te habrá mantenido alejado todo el tiempo que pudo del relato de este día. Puede sonar un poco cruel, pero tal vez el peluquero amigo de tu papá no era peluquero, sino un simple amigo y te cortaban el pelo para divertirse. Digo, cuando no existía la Play había que rebuscársela para entretenerse. Saludos!
Eliminar¡NOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOO!
EliminarNatalio deja de traumar a Fernando xD a mi casi no me gusta irme a cortar el pelo, nunca me lo dejan como yo quiero y si lo llegan a hacer [milagros a veces hay] mi vieja me dice cosas com: 'así te gustó?' o 'mejor te hubieran rapado!' o cosas por el estilo.
ResponderEliminarCreo que todos odiamos a los que cortan el pelo.
Creo que todos odiamos a nuestros padres. Habría que preguntarle al hijo de un peluquero si, al combinarse los dos factores, el odio se multiplica. De todos modos, en el fondo de mi corazón, tengo amor tanto para mis padres como para mi peluquero amigo.
EliminarSaludos!