Hoy me desperté cantando “Zanguango”,
de Leo Masliah. Mientras cantaba, no sé si para acompañar el ritmo o para
reafirmar lo que dice la letra, Samuel asentía con la cabeza una y otra y otra
vez. Sinceramente, no creo ser todo lo que dice la canción, aunque tantos
insultos enunciados en primera persona terminaron por despertar mi autocrítica.
Tres días habían transcurrido desde la última vez que había visto a mi amada y,
a decir verdad, me sentía un poco culpable. Se había ido de su propio
departamento sin que le diera la oportunidad de tener esa charla que tanto había
reclamado. Hoy tenía otros asuntos de los que ocuparme, pero a partir de mañana
me pondré en campaña para averiguar adónde fue y el primero de octubre, una vez
concluido este mes maldito, iré a hablar con ella.
Después de desayunar les
pedí a Samuel y a mi primo Luján, de Luján, que me acompañaran a hacer un
trámite y los llevé conmigo a vigilar la casa en la que se supone que vive mi
padre. Estacioné la furgonetita y Luis Miguel, que estaba cubriendo el primer
turno, se acercó hasta la ventanilla del acompañante.
—Llegás tres horas tarde —me
dijo.
—¿Pasó algo interesante acá?
—le pregunté.
—No, nada, ningún
movimiento.
—Bueno, nosotros seguimos… ¡Ah!,
te presento, él es Luján, mi primo de Luján, y él es Samuel, que era un
Pelotudo y ahora es un ratero.
—Encantado —dijo Luis
Miguel, les estrechó la mano y se fue.
En pocos minutos, les conté
la historia de mi viejo desde su partida hasta esta posibilidad de volver a
encontrarlo y les propuse que me ayudaran con las tareas de vigilancia.
Visiblemente conmovidos por la historia que acababan de oír, ambos estuvieron
dispuestos a colaborar. Les indiqué, entonces, que bajaran de la furgonetita y
se pararan cerca de la casa. Yo permanecería a distancia, escondido en la parte
trasera del vehículo, porque temía que mi padre se asustara si me veía de
manera repentina.
Así, mientras ellos
vigilaban, yo recliné uno de los asientos del fondo y me eché a descansar y a
pensar en Vicky, en lo mucho que la extraño y en lo difícil que me resultará
aguantar todo lo que queda del mes sin volver a verla. De repente, Samuel abrió
la puerta, subió a la furgonetita y, moviendo los brazos, la cabeza y los
hombros al ritmo del rat, me dijo:
—Venite ahora mismo /
seguime hasta la calle / Lo que ha sucedido / mejor que no lo calle / Un hombre
conocido / un hombre que no habla / entró a lo de tu viejo / sin que nadie le
abra / ¿Será que son amigos? / ¿Será que entró a matarlo? / Sea como haya sido
/ tenés que averiguarlo.
Como siempre cuando ratea,
no entendí nada de lo que me dijo, pero parecía tan alarmado que decidí
suspender mi descanso y bajé a preguntarle a Luján qué era lo que había
sucedido. Ni bien comencé a hablar, me pidió, mediante señas, que bajara la
voz.
—Vení —me dijo entre
susurros desde detrás de un árbol—, escondete que ya va a salir.
La puerta de la casa fue abierta
desde adentro, el mimo apareció en escena y, antes de salir y cerrar con llave,
giró hacia dentro e hizo una serie de gestos que no pudimos ver con claridad.
Se me puso la piel de
gallina. ¿Sería mi padre la persona a la que había dirigido esos gestos?
Otra vez un momento culminante. ¡Qué intriga!
ResponderEliminarEfectivamente, Fernando. Parece que se aproximan momentos cruciales de mi vida.
EliminarSaludos!
Es verdad! Te da piel de gallina Leerlo, me imagino vivirlo, fuerza Don Natalio
ResponderEliminarMuchas gracias, Anó.
EliminarSaludos!