Hoy me desperté en la incomodidad
de mi celda vacía cantando “Rasguña las piedras”, de Sui Generis. De tanto
estar encerrado sin poder hacer nada perdí la noción del tiempo y la capacidad
de medirlo. Sentado sobre el piso, al rato de estar mirando un punto fijo de la
pared, no supe determinar si habían transcurrido unos pocos minutos o varias
horas. Recién cuando me dejaron un pedazo de pan y un vaso de leche fría supuse
que serían las nueve, que es la hora a la que sirven el desayuno. A los pocos
minutos, o después de varias horas, me dejaron otro pan y un vaso con agua. Ese
era mi almuerzo. Recién era mediodía.
De tanto mirar la pared, comencé
a encontrarle sentido a las manchas de humedad, como si fueran nubes. Una,
ubicada en un rincón cerca del techo, tenía la forma de un perro, un perro
grande, como aquel que mis padres le habían regalado a mi primer amiguito. A un
costado del perro, unos centímetros más abajo, vi la imagen de un hombre
haciendo malabares con cuchillos. Un lento escalofrío recorrió mi cuerpo de
punta a punta y apoyé la espalda sobre el piso. En el centro del techo, vi a
una mujer y a un hombre que, tomados de la mano, corrían escapando de la cara
gigante que los perseguía. Cerré los ojos. No quería ver nada más, sin embargo,
lejos de cesar, las imágenes cobraron mayor intensidad y realismo. Descubrí que
el hombre y la mujer que huían éramos Vicky y yo; el rostro gigantesco
pertenecía a Daniel Amoroso; desde un costado, el mimo nos arrojaba, uno tras
otro, cuchillos filosos y oxidados; el perro corría delante nuestro,
marcándonos el camino. Sentí que estaba a punto de enloquecer y hasta creí oír
la voz de Vicky, que había nacido como un susurro para, poco a poco,
convertirse en un grito furioso.
—¡Déjenme pasar! ¡Tengo
derecho a verlo! —decía.
Oí el chirrido de una puerta
que se abría, alguien encendió la luz. Me puse de pie y, trabando la cabeza
entre dos de las barras de mi celda, observé la escena con algo de incredulidad.
El oficial Sánchez había sido quien había encendido la luz y el oficial González
trataba de contener a Vicky, que con el aspecto de una aparición avanzaba hacia
donde yo estaba. Detrás de ella, a uno o dos metros de distancia, caminaban
Arnoldo Jorge Negri y mi ex socio, el taxista abogado. Por un momento supuse
que ese circo era un producto de mi imaginación, pero las heridas en el rostro
de Vicky me dieron la pauta de que todo era real, porque mostraban una
recuperación acorde a los días que yo llevaba ahí. Por su expresión de espanto,
noté que, al igual que yo con las suyas, ella estaba atendiendo a las marcas
que me había dejado la golpiza del día anterior. Cuando estuvo frente a mí, nos
tomamos de la mano y me besó la frente. Fue tan auténtico el amor que me
transmitió su gesto, que sentí el impulso de agradecerle al cielo por haber padecido
todo lo que me había tocado padecer. El taxista abogado hizo entrega de un
papel al oficial González y lo conminó a liberarme inmediatamente, aduciendo
que no existían motivos para mantenerme detenido y advirtiéndoles que cada
segundo que pasara allí dentro agravaría aún más la situación.
—Felicitaciones, Don Natalio
—me dijo una vez que estuvimos fuera de la comisaria—. Es usted un hombre
libre.
Luego de besar a Vicky y
abrazarme con Arnoldo, este último condujo la furgonetita y nos llevó hasta nuestro nidito de amor.
Acaso sea un poco cruel lo que voy a decir, y quiero que quede claro que estoy absolutamente en contra de la violencia policial, pero estos dolores te van a acercar un poco a los que debe sentir Vicky después de cada pelea.
ResponderEliminarSí, puede ser, Fernando. Nos unen los machucones.
EliminarSaludos!