Hoy me desperté cantando “Mrs. Robinson”, de Simon
and Garfunkel. Ayer, mientras los demás peleábamos por llamar su atención,
Vicky aprovechó la visita al Tigre para promocionar nuestro proyecto turístico “El
Pasea Porros” y cerró una excursión para hoy, domingo, con un contingente de
turistas ingleses. Bien temprano a la mañana, Luján, Samuel y yo fuimos a
buscarla en la furgonetita Volkswagen. Llegamos a la casa de su padre y vimos
que, parado frente a la puerta, estaba Arnoldo Jorge Negri. ¿Qué hacía ahí?
Luján bajó corriendo, con la furgonetita todavía en
marcha, y gritando su nombre saltó a sus brazos. Samuel bajó detrás y le
estrechó la mano. Yo estacioné, bajé y le pregunté:
—¿Qué hacés vos acá?
—Yo le pedí que viniera —dijo Vicky, que había
salido de la casa mientras yo pronunciaba la pregunta—, porque consideré que
hoy no sería el mejor día para que vos manejes.
Les indiqué a los demás que fueran subiendo a la
furgonetita y le pedí a Vicky que fuera sincera conmigo y reconociera que
estaban planeando sacarme de la sociedad.
—Ay, Natalio, terminala con la persecuta. Me tenés
cansada. Vos sabés por qué llamé a Arnoldo. Hoy es el día del padre, es un tema
sensible para vos y vas a estar muy disperso. Entonces, que mejor que maneje
otro… ¿Dónde está el mimo?
Justamente, por ser el día del padre el mimo era la
última persona a la que quería ver. Total, ¿quién necesita de un traductor al
lenguaje de señas cuando no hay ningún turista sordo?
—No lo llamé —le dije—. Siempre está ahí, haciendo
señas para nadie. Pensé que era mejor dejarle el día libre.
—¡Natalio! ¿Justo hoy? ¿Me lo hacés a propósito?
Ayer te dije más de una vez que era fundamental que viniera, porque hoy tenemos
una turista sorda que contrató el servicio pura y exclusivamente porque
ofrecemos traducción al lenguaje de señas.
—No, no me dijiste.
—Sí, sí te dije. Mrs Robinson. Acá la tengo anotada —dijo
y me mostró la carpeta.
—Bueno, si me dijiste, no me acuerdo.
—Vamos a buscarlo… ¡Urgente!
—Yo voy —le dije—. Ustedes espérenme acá.
Subí a la furgonetita, hice que los demás se bajaran
y la saqué patinando. En menos de media hora fui hasta el conventillo, subí
hasta el tercer piso, busqué entre los durmientes a uno que tuviera la cara pintarrajeada,
lo levanté de la cama, lo cargué hasta la furgonetita y regresé a la casa del
padre de Vicky. Uno a uno, los miembros del equipo fueron subiendo al vehículo.
Yo le cedí el volante a Arnoldo, me pasé a uno de los asientos de atrás, tomé
la mano de Vicky y me dispuse a disfrutar de un día de descanso. Cuando todos
estuvimos arriba, Luján encendió la alarma:
—Hay un problema —dijo.
—¿Qué pasa ahora? —le pregunté.
—Que somos demasiados. Con los turistas no vamos a
entrar.
—Bueno —dije, tratando de transmitirles algo de
calma—, pensemos con tranquilidad. Arnoldo se tiene que quedar, porque maneja;
Vicky también, porque coordina todo; Samuel, porque es el guía; el mimo, porque
hay una turista sorda; Luján, porque además de arreglar cualquier desperfecto
que pudiere surgir, es el encargado de traducir lo que Samuel dice del inglés
al castellano para que el mimo luego pueda traducirlo al lenguaje de señas…
Parado solo en la vereda, los despedí deseándoles
suerte y los saludé sacudiendo la mano. El humo despedido por el caño de escape
formó una nube en torno a mí y no pude evitar respirarlo. Regresé al
monoambiente tosiendo, caminando y pensando en los tiempos felices de mi
primera infancia. Sí, desde que se fue mi viejo, el día del padre siempre es un
día triste.
Te entiendo, Don Natalio. Pero es más triste cuando en el día del padre, el que no está es tu hijo.
ResponderEliminarEs decir que mi padre debe haber pasado un peor día que el mío. Muchas gracias, Fernando. De algún modo me reconforta un poco saber que probablemente haya estado pensando en mí mientras yo pensaba en él.
EliminarSaludos!