Hoy me desperté cantando “Laburo de nenas”, de Los caballeros de la quema. Quizá por última vez, cantamos los cuatro juntos: Samuel, mi primo Luján de Luján, el mimo de Plaza Francia y yo. Mientras duró la canción, nos ocupamos de pintarnos las caras con las pinturas del mimo. Teníamos la intención de camuflarnos para pasar desapercibidos en nuestra misión, la cual consistiría en irrumpir en el conventillo manejado por Héctor “Bicicleta” Perales y recuperar la escaladora que me habían robado. El ardid habría funcionado si hubiéramos contado con algún color oscuro, pero, a causa de su profesión, el mimo sólo tenía pinturas rojas y blancas. Cuando terminamos de pintarnos descubrimos que, lejos de disimular nuestra presencia, nuestros rostros coloridos nos volvían sumamente llamativos, por lo que decidimos vestirnos con ropa oscura y cubrirnos la cabeza con sendos pasamontañas.
Ahora que ya regresé al departamento que nos prestó Vicky y, sentado sobre la caja en cuyo interior se encuentran todas las piezas de la escaladora, me detengo a observar a Samuel, que parece estar buscando en su diccionario mental una palabra sin “p” que le permita pedir perdón o disculpas por lo que acabamos de hacer; ahora que distraigo la conciencia contemplando al mimo, que, tras lavarse el rostro, se pintó una sonrisa triste en homenaje a los caídos en batalla; ahora pienso en Luján y, llorando desconsoladamente, me pregunto qué pudo haber fallado.
Llegamos a las proximidades del conventillo cuando el sol naciente apenas se despegaba del horizonte. Estacioné la furgonetita Volkswagen a dos cuadras de distancia, caminamos hasta la esquina, nos cubrimos la cara con los pasamontañas e ingresamos a los dominios de Héctor “Bicicleta” Perales. Procurando que las maderas no chirriaran, subimos con suma cautela los dos pisos que separaban la planta baja de mi antiguo dormitorio, pero la escaladora ya no estaba ahí. El lugar había sido ocupado por diez o doce hombres que dormían hacinados, uno junto a otro, algunos echados sobre colchones, otros metidos en bolsas de dormir. Con la cabeza asomada más allá del marco de la puerta, el mimo hizo un montoncito con una de sus manos y la sacudió con la intención de preguntarme dónde estaba la escaladora. Samuel se acercó y, sin quitarse el pasamontañas, me susurró al oído:
—¿Qué sucede? Debemos actuar con velocidad.
No supe qué responderle. ¿Habrían escondido la escaladora? ¿La habrían mudado? ¿La habrían vendido por internet? Cada segundo transcurrido aumentaba el peligro. Ya me disponía a cantar la retirada cuando mi primo Luján ingresó al dormitorio y, caminando en puntas de pie, fue sorteando los cuerpos durmientes hasta llegar al ropero. Abrió la puerta. El chirrido estremeció cada fibra de mi ser. Afortunadamente, ninguno de los allí durmientes despertó. Luján se metió en el ropero y salió algo encorvado, cargando sobre su espalda la caja de la escaladora. ¡La había encontrado! Uno a uno, volvió a sortear los cuerpos y llegó hasta la puerta. Entonces sí, canté la retirada y los cuatro corrimos escaleras abajo. En el apuro, ninguno de nosotros ayudó a Luján a cargar la escaladora. Inevitablemente, se retrasó unos metros. Samuel, el mimo y yo habíamos atravesado el primer piso y ya bajábamos la segunda escalera cuando Héctor “Bicicleta” Perales salió de su dormitorio vistiendo ojotas marrones, calzoncillos floreados y una musculosa blanca, y se interpuso entre Luján y el acceso a la escalera.
—¿Qué está pasando acá? —gritó.
Luciendo un camisón inconmensurable, “La Mole Moni” salió del mismo dormitorio, caminó hasta detenerse junto a Bicicleta y se cruzó de brazos. Dando una muestra más de su gran heroísmo, Luján arrojó la caja de la escaladora por encima de ellos y, antes de ser capturado, gritó:
—¡Vayan! ¡Escapen! ¡Olvídense de mí! ¡Sálvense ustedes!
Salimos del conventillo cargando entre los tres la caja de la escaladora y, para despistar a probables perseguidores, corrimos hasta la furgonetita bordeando la manzana por el camino más largo. En el viaje de regreso a nuestro departamento, Samuel y yo no dijimos una sola palabra; el mimo no hizo ni un solo gesto. Sentíamos que, además de haber perdido a un amigo, habíamos abandonado a un compañero de batalla. Nuestros estómagos fueron los primeros en emitir un quejido, porque sabían que la ausencia de Luján reducía considerablemente la posibilidad de que alguien preparara la cena.
Extraña historia que no termino de comprender del.todo pero que.como.el universo kafkiano me transmite sensaciones de tristeza y extrañeza.
ResponderEliminarYo también, Juan Román, estoy triste y extraño a Luján.
EliminarSaludos!
Vuelvan a rescatar a Luján, porfi, saludos
ResponderEliminarIría, Anó, pero tampoco quiero poner en riesgo al mimo y a Samuel.
EliminarSaludos!
Algunas frases factibles para este chico Samuel:
ResponderEliminar¡Cuanto lo siento!
¡Cómo lo lamento!
¡Lo siento muchísimo!
¡Qué desgracia, estoy tan acongojado!
Y cosas similares.
¡Salud!
Muchas gracias, Fernando. Desde que perdimos a Luján, Samuel y yo no estamos dialogando mucho, pero le comento tus sugerencias al mimo para que se las transmita a Samuel mediante señas.
EliminarSaludos!
Regresen a buscarlo, no es justo
ResponderEliminarLo sé, Rompecabezas y Matices. A veces la vida es un tanto injusta, pero tampoco quiero poner en peligro a Samuel y al mimo.
EliminarSaludos!
¿Y que le va a pasar a Lujan? ¿Quien hablará inglés en las excursiones?
ResponderEliminarNo lo sé, Lumy. Siento que esta situacíón me desborda.
EliminarSaludos!