Hoy me desperté cantando “La balsa”, versión de Los Gatos. Me bañé, me puse la bata rosa de Vicky y salí con la intención de vestirme. Me llevé un susto tremendo. Mientras me bañaba, Samuel había entrado al departamento y se había sentado a esperarme, peinado a la gomina y vestido con un traje tan caro como elegante. A los pocos minutos llegó Vicky. Tenía puesto un vestido de gala que hacía juego con sus guantes de cocina y la hacía ver todavía más hermosa.
—Bueno… Llegó el día —dijo y tomó asiento.
Para cambiarme tranquilo, busqué la ropa que tenía pensado ponerme y me fui al baño, esperando que a Vicky no le hubiera molestado que estuviera usando su bata. Salí, me senté entre ellos y comenzamos a hablar acerca de la excursión que llevaríamos a cabo en un par de horas. Entre muchas otras que se me habían ocurrido en las últimas horas, les comenté mi idea de incorporar a alguien que tradujera al lenguaje de señas todo lo que dijera Samuel en su condición de guía. Estuvieron de acuerdo. De todas mis proposiciones, fue la única que aceptaron sin poner objeciones.
—Yo tengo una tía que es… —dijo Samuel y la miró a Vicky para que completara su frase.
—Hipoacúsica —dijo Vicky.
—¡Ah! —me limité a decir sin entender a qué venía el comentario. ¿Qué tenía que ver el lenguaje de señas con la propensión de su tía a creer que padece enfermedades que en realidad no padece?
Salimos y caminamos hasta la furgonetita. Vicky se impresionó gratamente al descubrir que la había lavado para la ocasión y Samuel me miró con recelo al descubrir que Vicky me miraba con admiración… o al menos eso era lo que yo interpretaba.
Unos minutos más tarde, ya habíamos levantado al mimo y nos dirigíamos al hostel en el que buscaríamos a los turistas holandeses y sadomasoquistas que participarían de nuestra primera excursión. El mimo, que tenía la cara pintada y, en consecuencia, se negaba a hablar, se señaló el pecho con una mano, hizo un montoncito con la otra y la movió verticalmente para preguntarme qué era lo que tenía que hacer.
—Vos —le respondí yo— tenés que traducir al lenguaje de señas todo lo que diga Samuel.
El mimo volvió a sacudir la mano del montoncito.
—Samuel —le dije yo— es el Pelotudo que está sentado al lado tuyo. El va a ser el guía turístico. De paso aprovecho para presentarte a Vicky. Ella se va a ocupar de coordinar todo. Así que, cualquier cosa que necesites, le hacés la seña a ella.
Estacioné frente al hostel en el que paraban los holandeses y Vicky bajó a buscarlos. A los cinco minutos regresó escoltando a un hombre sumamente alto, de piel blanquísima y pelo anaranjado, que estaba vestido con ropa de cuero ajustada al cuerpo.
—Traelos a todos juntos, Vicky —le dijo yo cuando abrió la puerta para que subiera el holandés—. Si los traes de a uno vamos a tardar más de media hora.
—Este es el único —me dijo Vicky—. Los demás tenían programada una jornada de buceo en el Riachuelo.
¡La puta madre! Íbamos a tener que hacer la excursión para un solo turista… Tal vez fuera mejor así, ya que se trataba de una excursión de prueba.
Ni bien arranqué, Samuel se puso de pie y se presentó como el guía, el mimo tradujo sus palabras al lenguaje de señas y el turista lo interrumpió para advertirle que no hablaba español. Samuel reprodujo la presentación, esta vez hablando en inglés, pero el mimo se quedó quieto.
—¿Qué pasa? —le pregunté en tono de susurros.
Por lo que pude interpretar tras ver sus gestos a través del espejo retrovisor, el mimo no comprendía lo que Samuel estaba diciendo. No hablaba inglés. Pensé que Samuel estaría haciendo un gran esfuerzo para, hablando en un idioma que no era el suyo, no pronunciar la letra “p” y supuse que si además de eso le pedía que tradujera todo lo que decía al castellano, terminaría colapsando. Algo teníamos que hacer, porque si bien para nuestro único pasajero bastaba con el inglés, la idea de esta excursión gratuita era poner a punto el funcionamiento de la empresa, y para ello teníamos que responder a todas las exigencias posibles. Mientras yo procuraba, sin éxito, hallar una solución, Vicky, que había advertido lo que estaba sucediendo, se paró entre Samuel y el mimo y comenzó a traducir al castellano todo lo que el primero decía para que el segundo pudiera traducirlo al lenguaje de señas. El holandés, que ya había degustado las dos primeras variedades de cannabis, no prestaba demasiada atención a los puntos clave de la historia porteña que marcaba Samuel, sino que seguía, sumamente risueño y entretenido, los esfuerzos que los tres hacían para traducir, para un público inexistente, algo que no requería traducción alguna.
Cuando encendieron el cuarto varietal, comencé a sentirme un poco mareado. En la parte trasera de la furgonetita, Vicky, Samuel, el mimo y el turista reían a carcajadas, desparramándose sobre los asientos. El humo dificultaba la visión, pero creí ver, a través del espejo retrovisor, que todos estaban fumando. Estacioné, como pude, en una callecita de San Telmo. El turista bajó y se sacó su campera de cuero. Salvo por dos tiras del mismo cuero que cubrían sus tetillas, su torso estaba desnudo. Dando saltos, comenzó a decir algo en inglés. Conteniendo la risa, Vicky, que seguía tirada en la parte trasera de la furgonetita, me dijo que el pasajero había elegido el paquete “Masoquista” y que, por ende, alguien tendría que recorrer junto a él las calles de San Telmo, llevándolo atado, como si fuera un perro. Consideré que la persona más adecuada para la tarea sería el mimo, porque era el único de nosotros que tenía dotes actorales, pero cuando se lo propuse, se negó rotundamente y rió a carcajadas. Intenté convencer a Samuel.
—Ni mamado —me dijo y, sin poder disimular la risa, hizo de cuenta que se había quedado dormido.
No me quedó otra que resignarme, enganchar una correa del cuello del holandés y llevarlo a pasear por las calles de San Telmo. Para darle más credibilidad al asunto, él avanzaba en cuatro patas y, al pasar junto a un árbol, se detenía y levantaba una de las traseras como si estuviera meando. Al principio procuré tener paciencia, pero promediando el paseo los nervios me traicionaron y, cuando se detuvo frente a un árbol, tironeé con fuerza la correa. Al holandés pareció gustarle el juego, porque desde entonces y hasta que llegamos a la furgonetita, no hizo más que resistirse a avanzar para que yo lo llevara a la rastra. Ese fue el fin de la excursión. Lo dejé en su hostel, llevé a mis socios a sus respectivas casas y regresé al departamento que me prestó Vicky.
Así las cosas no van a funcionar. Si queremos seguir con este proyecto, si realmente queremos que funcione, vamos a tener que establecer unas cuantas reglas de conducta.
Sí señor, hay que poner ciertas reglas. Yo trabajo en San Telmo, y es una aventura caminar por sus callecitas intentando no pisar recuerdos de perro.
ResponderEliminarSi a los turistas masoquistas se les diera por eso, por favor instrumentar el modo de retirar el producto de las aceras de tan histórico barrio.
Gracias.
Muchas gracias, Fernando. Tendré en cuenta la sugerencia.
EliminarSaludos!
:D hacia tiempo que quería leerte, pero por falta de tiempo y por no encontrar tus publicaciones no lo había hecho. La verdad es que voy a tomar tiempo para leerte porque disfruto muchísimo la lectura. ¿De veras es tu vida? Me ha encantado la aventura con el turista holandés. Si pudieras quitar los números y las letras de control quizás tendrías más comentarios. Saludos!
ResponderEliminarMuchas gracias, Lumy. Sí, esta es mi vida. Te agradezco por la sugerencia respecto a las letras y los números de control. Estaba seguro de que los había desactivado. Gracias a vos, ahora lo hice. El primero de mayo publicaré un resumen por cada mes del año, para que sea más sencillo ponerse al día para quienes descubren el blog con el año ya comenzado.
EliminarSaludos!