jueves, 14 de marzo de 2013

Día 73 - Los vicios de la ciudad

Hoy me desperté muy temprano cantando “Born to be wild”, de Steppenwolf. Esta vez nadie se acercó a mi puerta para oírme. No me importó; me sentía un tipo duro. Bajé las escaleras, desayuné un yogur dietético con semillas de sésamo y caminé hasta la parada del colectivo que iba a llevarme hasta las oficinas del Ente de Turismo de la Ciudad, lugar en el que debía tramitar la licencia para habilitar el proyecto turístico “El Pasea Porros”. Tuve que dejar pasar tres colectivos, porque venían tan llenos que no entraba ni un alma, y me lamenté por no haberle pedido que me llevara a alguno de los cuatro taxistas con los que me había asociado, pero no quería que se enteraran de que todavía no había hecho el trámite.
En el cuarto colectivo había algo de lugar. Para entrar, sólo tuve que levantar los brazos para ocupar menos espacio y poder pasar entre un hombre ciego y una señora de noventa años con un sobrepeso significativo, un bastón en una mano y una bolsa de supermercado repleta de frutas y verduras en la otra. Frente a ellos había un asiento libre y mantenían una discusión acalorada destinada a determinar a quién de ellos le correspondía ocuparlo.
—Tengo artritis, artrosis, reumatismo, cirrosis, pie de atleta y esclerosis múltiple —dijo la señora, asomando la cabeza por debajo de mi axila.
Yo había quedado varado en medio de los dos contendientes, por lo que, siguiendo el Reglamento Tácito para Transportes Públicos en Ciudades Superpobladas, debía constituirme árbitro de la disputa. Como primera medida, pedí a la señora que presentara algún tipo de documentación que acreditara la veracidad de las dolencias que decía padecer. Metió la mano en la bolsa de supermercado y, de las profundidades de un montón de frutas y verduras, extrajo un sobre color madera y me lo entregó. Tras sacudirlo para despojarlo de los restos de lechuga mantecosa, lo abrí y revisé los análisis médicos que había en su interior. Luego de estudiarlos exhaustivamente, recordé que no soy médico. Iba a declararme incompetente y a pedirles que resolvieran la disputa prescindiendo de mi arbitraje, pero en ese momento el ciego extendió la mano y me tocó para que lo escuchara.
—Disculpe, señorita —me había confundido con una mujer, supongo que porque, debido a su baja estatura, en lugar de tocarme la espalda había tocado mi culo de Jessica Cirio—. Yo me bajo en la próxima parada. Deje que la señora ocupe el asiento.
Unos minutos después llegué a las oficinas del Ente de Turismo. En el trayecto había procurado armarme de paciencia, porque, tal como suele suceder con cualquier trámite en esta ciudad, esperaba encontrarme con una fila interminable. Contrario a lo que había presumido, el lugar estaba vacío. Me acerqué al escritorio del único empleado que había en el recinto, pero me pidió que me sentara y aguardara a ser llamado. Me senté y ocupé el tiempo muerto en hacer un repaso mental de lo sucedido en la sesión del Grupo de Ayuda para Gente con Problemas Pelotudos a la que asistí anoche.
Cuando llegué, todos mis compañeros ya estaban ahí, dispuestos en ronda, ocupando sus respectivas sillas sobre el escenario. Como el resto de los habitantes del país, hablaban con entusiasmo acerca de la designación de un compatriota como nuevo Papa. A diferencia de los demás, Samuel, el hombre sin “p”, guardaba silencio y mantenía la cabeza gacha. Yo estaba determinado a dar un paso más en mi estrategia de hacerle creer al moderador que mi Problema Pelotudo me estaba desbordando, por lo que, aprovechando la situación, tomé asiento y dije:
—Don moderador, ¿no cree que es un poco cruel que usted, doña Vicky, don Hernán, don Julio y doña Pato estén hablando de Su Santidad, don Papa, delante de don Samuel, sabiendo que su Problema Pelotudo consiste, justamente, en la imposibilidad de pronunciar la “p”?
El llamado del empleado del Ente de Turismo me devolvió al presente.
—¡El que sigue! —había dicho.
A excepción de él, yo era el único ser humano allí presente, por lo que di por hecho que también era el siguiente. Me acerqué, le expuse el motivo de mi visita, describí sucintamente la naturaleza de mi proyecto turístico y le pedí el formulario para obtener la licencia.
—El trámite se hace por internet —me dijo—. ¡El que sigue!
Y bueno, qué le vas a hacer Don Natalio, tendrás que resignarte a haber perdido otro día por culpa de los vicios de la ciudad.

2 comentarios:

  1. Genial! El día que se pueda tomar el colectivo por internet, ya estaremos hechos!

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  2. Sería ideal, Fernando. Así dejarían de apoyarme y de tocarme el culo.
    Saludos!

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