Hoy me hubiese gustado despertarme cantando “No te dejes desanimar”, de La Máquina de Hacer Pájaros. Si el dj en mi cabeza sintiera algo de afecto por mí, no habría tenido inconvenientes en satisfacer mi deseo. Pero no. En lugar de eso me desperté cantando “Lluvia cae”, de Enrique Iglesias. A éste el padre lo debe haber hecho con el perfil que no muestra.
Siguiendo el consejo de mi terapeuta amigo, tomé las medidas necesarias para pasar la mayor parte del tiempo en compañía de otras personas. Mi departamento estaba bastante desordenado y necesitaba que alguien limpiara la mancha que había quedado impresa en la pared de mi dormitorio como consecuencia de mi exabrupto del día de San Valentín, cuando, gobernado por la ira, arrojé la bandeja del desayuno. Ayer, ni bien volví de terapia, llamé a la agencia de servicios de limpieza a domicilio a la que había llamado a mediados de enero y pedí que volvieran a enviarme a la falsa Lucrecia. Esta mañana, a las siete y cuarto, sonó el timbre.
—Lucrrrecia, de la agencia —me dijo con su acento tan trabado en las “r”.
Bajé a abrirle y subimos juntos en el ascensor. A diferencia de la ocasión anterior, en la que quería marcharme lo antes posible porque su presencia me recordaba las tardes calurosas de verano durante las cuales mi madre limpiaba la casa en ropa interior, esta vez necesitaba entablar un diálogo con ella para contrarrestar los síntomas del síndrome del nido vacío que me aqueja desde la partida de mi primo Luján, de Luján. Sin embargo, no conseguí articular palabra. ¿De qué se habla con una ucraniana exiliada en un país lejano bajo un nombre falso?
Entramos a mi departamento y fue directo a la cocina. Tomó los elementos de limpieza de donde los había dejado la última vez, quizá sabiendo que nadie había vuelto a usarlos, y se dirigió a la habitación. En menos de media hora había limpiado y ordenado el dormitorio. La pared, inmaculada, no mostraba ni un rastro de la mancha. Acto seguido, se dirigió al baño. Yo la seguía como un perrito hambriento y, apoyando la pera en la palma de una mano, la veía hacer sin animarme a decirle nada. Para ella era como si yo no existiera. Cuando llegó al living-comedor su actitud cambió radicalmente. Dejó los productos de limpieza en el piso y caminó, conmovida, hasta el rincón en el que aún pendía, a medio armar, la bolsa de boxeo que yo había improvisado con una bolsa de residuo, una almohada y un par de almohadones.
—¡Oh! —exclamó—. ¿Sabe, señorrr? En mi Ucrrrania natal yo prrracticaba el boxeo, y peleaba contrrra hombrrres y mujerrres porrr igual, porrr un plato de comida, desde los catorrrce años.
—¿En serrrio? —le pregunté. El chiste casi me cuesta una piña en la nariz, pero pude convencerla de que no había sido mi intención la de burlarme de ella. Tal vez tenga que empezar a controlar esta necesidad estúpida de hacerme el gracioso.
Hablamos por casi seis horas, durante las cuales me contó su vida “enterrra”. Yo, mientras tanto, me dejaba llevar por la fantasía. Ya podía ver las marquesinas, ya podía oír la voz del locutor canoso que no puede faltar en las grandes veladas boxísticas…
“¡¡¡¡¡¡En el rincón rojo, proveniente de las frías tierras de Ucrania, con un record de treinta y dos peleas ganadas, veintiocho de ellas por nocaut, ningún empate y ninguna derrota, laaaa Falsaaaaaa Luuuuuuucreciaaaaaaa!!!!!!”
“¡¡¡¡¡¡En el rincón azul, de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, República Argentina, en su primera pelea profesional, Vickyyyyyy, laaaa locaaa... de los guanteeeeees... deeeee cocinaaaa!!!!!!”
Sí, temo por el daño que la falsa Lucrecia pueda hacerle a Vicky, pero sé que, con el entrenamiento adecuado, mi pupila puede ganarle a cualquiera. Ya le abrí a la ucraniana y estoy otra vez solo en mi departamento, pero, sin que me diera cuenta, mi nido vacío fue llenándose de ilusiones. Sé, por experiencia ajena, que cuando una buena idea cruza por tu cabeza, tenés que aprovecharla. Como que me llamo Don Natalio Gris, juro que voy a ser el promotor de esta pelea. No puedo dejar que se me escape esta oportunidad.
Bien, bien, me gusta. Tiene punch, je.
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