Hoy me desperté cantando “Él anda diciendo”, de Suéter. Ayer lo llamé a Hernán, el Pelotudo que no encuentra el control remoto que perdió en 1998, para invitarlo a almorzar y terminar de una vez con este jueguito de las invitaciones. Sé que él tampoco me va a decir nada significativo acerca de Vicky, pero ya llevé a comer a los demás miembros e invitarlo a él me va a dar el pie perfecto para mañana, en mi tercera sesión de grupo, proponerle una salida a Vicky. Como ya no puedo darme el lujo de gastar mucho dinero, estuve pensando y se me ocurrió una buena idea. Lo cité en la esquina de mi casa y, cuando llegó, paré un taxi y le pedí al taxista que nos llevara al lugar donde él comía a diario. Nadie mejor que un taxista para dar con un lugar barato.
—Justo me estaba yendo a almorzar —nos dijo—, así que los llevo gratis. Eso sí, ustedes me invitan el postre.
En menos de diez minutos el hombre estacionó en una estación de servicio de GNC, cuya clientela estaba compuesta casi exclusivamente por autos negros y amarillos.
—Es acá —nos dijo, y bajamos los tres.
El lugar tenía una especie de confitería con cinco o seis mesas y un televisor enorme colgado en un rincón. Con Hernán ocupamos una mesa para cuatro y nuestro taxista se sentó en la mesa de al lado, donde ya comían tres colegas suyos. El almuerzo se desarrollaba normalmente: mi compañero no tenía nada interesante para decir y yo no tenía muchas ganas de contarle nada, por lo que comíamos en silencio. A nuestro lado, los cuatro taxistas repartían el tiempo entre los chistes fáciles y el televisor. De repente, cuando ya estábamos terminando el postre y yo ya pensaba en las palabras que iba a utilizar para pedirle a nuestro taxista que me hiciera el favor de llevarme de regreso a la esquina de mi departamento, Hernán se puso de pie y, sin decir nada, caminó hasta una mesa apartada. Había divisado, a lo lejos, el control remoto del televisor gigante y no pudo resistir la tentación de ir a verlo de cerca. Se sentó, lo tomó entre sus manos, lo atrajo hacia su cuerpo como si se tratara del oso de peluche de su infancia y empezó a apretar, tímidamente, los botones del volumen. Subía uno y se reía como un descerebrado, bajaba dos y volvía a reír, subía tres y reía, bajaba cuatro y reía… Noté que los taxistas lo miraban entre sorprendidos y nerviosos. Ya en confianza con el dispositivo, Hernán comenzó a apretar los botones a tontas y a locas. Lo apagaba, lo prendía, le sacaba el volumen o simplemente cambiaba de canal a toda velocidad, pasando por todos y sin parar en ninguno. Al límite de su tolerancia, uno de los taxistas se puso de pie y caminó en dirección a Hernán con la probable intención de increparlo. Temiendo por la integridad física de mi compañero, me paré entre los dos y le dije al taxista:
—Tiene un problema pelotudo.
—¿A quién le decís pelotudo? —me dijo él, que había malinterpretado mi frase.
En un abrir y cerrar de ojos, los cuatro taxistas se me vinieron al humo. Hernán seguía cambiando de canal compulsivamente y yo trataba de explicarles que el “pelotudo” no se refería a él, sino al problema de mi amigo, pero no había caso. Ya resignado, me paré frente a ellos sin oponer resistencia, esperando la golpiza, pero, a pesar de la vehemencia de sus gestos y palabras, ninguno me golpeó. Como buenos conductores de las calles porteñas, estaban muy entrenados en el arte de sobreactuar el arranque de peleas que nunca se concretaban.
—¡Te voy a matar! —me decía uno y los otros tres lo sujetaban.
—¡Ya me vas a conocer! —me gritaba otro y los tres restantes lo frenaban.
—¡Te voy a romper el alma! —me amenazaba el tercero, escondido detrás de los demás.
—¡Ni tu vieja te va a reconocer! —me prometía el cuarto.
Poco a poco fui perdiendo el miedo hasta llegar al punto en el que la escena me aburrió. Me senté junto a Hernán, que seguía cambiando de canal como un poseso, y aunque ya no estaba delante de ellos, los taxistas seguían amenazándome. Unos minutos más tarde, tal vez porque el dedo se le había acalambrado, Hernán se detuvo en un canal de noticias. Automáticamente, los taxistas giraron la cabeza en dirección al televisor y, sin terminar de escuchar lo que decía el periodista de turno, volvieron a sentarse y se pusieron a hablar acaloradamente.
¿Qué hacían ahí esos señores? ¿Por qué nadie los escuchaba si en menos de treinta minutos eran capaces de ofrecer la solución para los problemas más significativos de la humanidad? Como primer orador, el taxista que nos había llevado explicó, punto por punto, la manera en la que los líderes del mundo deberían proceder si estaban interesados en lograr el desarme mundial. Luego tomó la palabra uno de sus colegas y presentó un plan para terminar con la desnutrición africana mediante el envío sistematizado del excedente de risottos en los países nórdicos. El tercero se valió de un foco de 60 watts para desestimar la teoría de la relatividad formulada por Albert Einstein. El cuarto, menos ambicioso pero no por eso menos brillante, expuso la importancia del limón rayado en la preparación de la natilla. Se mostraban tan sabios, tan eruditos, tan elocuentes, que decidí contratarlos como mis asesores. A cambio de un postre semanal van a aconsejarme en todo lo que necesite. Para inaugurar nuestro acuerdo pagué el postre de los cuatro y, ansioso por oír sus consejos, les conté mi historia con Vicky, la loca de los guantes de cocina.
—¡Volteatelá! —me dijo el primero.
—¡Sí, comele la boca! —gritó el segundo.
—¡Dale, pellizcale el culo que eso les encanta! —me animó el tercero.
—¡Revolvele la natilla con limón rayado y todo! —dijo el cuarto.
La verdad es que me sentí un poco defraudado. Yo esperaba que, como en sus exposiciones anteriores, me ofrecieran un plan de acción más elaborado. Pero bueno, los grandes cerebros de la humanidad nunca fueron muy buenos con las mujeres. Más allá del inicio fallido, tengo la convicción de que la participación de este grupo de asesores va a aumentar mis chances de desactivar la crisis de los treinta.
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