Hoy
me desperté cantando “Something”, de los Beatles. Ayer, tras el fallido intento
de establecer una nueva sociedad, la llamé a Pato para concertar un encuentro. La
invité a almorzar hoy, domingo, en un restorán cercano a mi departamento. Llegué
temprano y me senté en una mesa para dos algo apartada del ruido. Al igual que
con Samuel, era mi intención la de lograr el ambiente propicio para sacarle la
mayor cantidad de información posible acerca de Vicky, la loca de los guantes
de cocina. Media hora más tarde, llegó Patricia. Entró al restorán y recorrió
el lugar con la mirada hasta que vio mis señas. Lo que hizo entonces me
desconcertó: en lugar de acercarse, se volvió hasta la puerta. Pensé que se iba
a ir, que la habría asustado el verme pelado y sin sombrero, pero en seguida
volvió a entrar, y detrás de ella entró un hombre que debería ser su marido. “Bueno,
está bien”, pensé. “Si está en pareja quizá le habría traído problemas almorzar
a solas con otro hombre”. Detrás del marido entraron tres nenes de entre cuatro
y nueve años que deberían ser sus hijos. “Bueno”, pensé. “Tal vez no tenían con
quién dejarlos”. Y sí, efectivamente, no tenían con quién dejarlos, porque uno
a uno todos los posibles cuidadores fueron entrando detrás de ellos. Detrás de
los nenes, entraron dos parejas de personas mayores que deberían ser los abuelos, y
detrás, tres parejas de adultos jóvenes con sus respectivos hijos. En total,
eran veintidós personas… Veintidós personas que se sumarían a nuestra mesa y
engrosarían la cuenta que, al invitarla, me había comprometido a pagar.
Mientras tres mozos anexaban mesas y sillas a nuestra mesa para dos, me acerqué
a Pato y le pregunté de qué se trataba todo eso.
—Nosotros
los domingos almorzamos en familia —me dijo—. Es una tradición. Como te noté
tan urgido y sentí que no podías postergar este encuentro, decidí hacer el
esfuerzo y los convencí de venir. Pero no tenés nada que agradecerme. ¿Para qué
somos compañeros de grupo si no es para ayudarnos?
Tuve
ganas de decirle que yo los domingos tenía la tradición de almorzar en un
puesto de panchos y pegarle tres patadas en el culo a veintidós vividores, pero
me acordé de Vicky, de mi deseo de conseguir su número de teléfono, y me
abstuve. Para colmo, cuando nos sentamos Pato quedó en una punta con su marido
y sus hijos, y a mí me tocó sentarme en la otra cabecera, entre las dos
abuelas. Sentado ahí fui testigo preferente de una charla muy instructiva en la
que una de ellas, especialista en laxantes naturales, le enumeraba a la otra
las mil y un maneras de superar el estreñimiento que la aquejaba hacía varios
días.
—Meté
en un frasco tres ciruelas peladas, echales un chorrito de fernet y dejalas
tres días —decía la primera—. Después te las comés con un jugo de naranja
exprimido.
—¡Pero
nena! —le respondía la otra—, así tendría que esperar tres días más.
—Bueno
—insistía la primera—, entonces preparate un mate, pero al agua ponele una
tacita de ron, tres cucharadas de miel y el polvo de dos aspirinas trituradas.
—Sabés
que no me gusta el mate.
—Entonces
probá con esto: subí y bajá dos pisos por escalera, después bañate con agua
tibia, decí treinta y tres palabras sin respirar y fumá tres pitadas de
cigarrillo.
—No
puedo, con las rodillas como las tengo no podría subir y bajar escaleras.
—¡Uy,
qué complicada que sos! —decía, resoplando, la primera—. Esta nunca la probé
pero me dijeron que funciona: medio quilo de helado de pistacho, treinta gramos
de maní con cáscara, media lata de choclo en granos, dos zanahorias rayadas,
trece cucharadas de puré de manzana. Todo eso lo licuás, te lo tomás, te
embadurnás el abdomen con una tapita de Fluido Manchester y te ponés al sol… Si
así no cagás, dejate de joder y hacete un enema.
Por
alguna extraña razón, había perdido el apetito. En algún momento tuve la
intención de comentarles que había un yogur violeta muy promocionado que tal
vez pudiera ser de gran ayuda en la resolución del inconveniente, pero hablaban
tanto y tan seguido que no encontré la ocasión de intervenir en la charla. Yo
no quise postre. Me sentía un poco descompuesto. Ellas sí, pidieron para
compartir una porción de arroz con leche y la especialidad de la casa: unas
exquisitas peras en almíbar acompañadas por la más fina selección de quesos.
La
cuenta la pagué con la tarjeta. Entre este almuerzo multitudinario y las doce
cuotas de la escaladora, voy a tener problemas. Antes de volver a casa, me
despedí de Pato hasta el próximo miércoles y, con el derecho que me daba el
haber alimentado a toda su familia, le exigí que me diera el número de Vicky.
—¿Sabés
que no lo tengo? —me dijo—, porque perdí el celular la semana pasada y, como
ella faltó, no se lo pude pedir. Pero te paso el de Julio. Hablá con él que
seguro lo tiene.
Perfecto.
Ahora voy a tener que juntarme con Julio, el Pelotudo que no sabe comer con
palitos chinos. O podría esperar y aguantar hasta el miércoles y hablar con
Vicky personalmente. Sí, son tres días nada más. Vamos, Natalio, usted tiene
paciencia, va a poder aguantar…
Muy nutritivo el diario de hoy, Natalio. Te sugiero refinanciar en VISA cuotas.
ResponderEliminarMuchas gracias, Hugo. Tendré en cuenta la sugerencia. Saludos!
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