Hoy me desperté cantando “De vez en mes”, de Ricardo Arjona. Se me fueron las ganas de vivir. Canciones como ésta deben hacer que Dios se replanteé su obra. Si en lugar de descansar hubiera dedicado el séptimo día a pulir algunas imperfecciones tal vez me habría ahorrado este mal trago. Todavía resuenan en mi cabeza algunas estrofas. “De vez en mes con tu acuarela pintas jirones de ciruelas que van a dar hasta el colchón”. Ricardo, ¿había necesidad? Hasta yo, que puedo contar con dos dedos de una mano las mujeres con las que he estado en estos veintinueve años, sé que existen los tampones y las toallitas femeninas.
No importa, ni siquiera la oda a la menstruación va a desanimarme durante este febrero. Ayer, en la búsqueda de un nuevo socio para mi proyecto del salón de belleza en los velorios, me quedó pendiente la visita a la morgue judicial. Esta mañana, bien temprano, me acerqué al lugar y me paré en la esquina para poder estudiar el comportamiento del guardia de turno. El tipo no se distraía ni se alejaba de la puerta por ninguna razón. Tenía que engañarlo de alguna manera. Tuve que esperar unas horas a que abrieran los negocios de la zona, fui a una casa de disfraces, alquilé un mameluco, fui a un supermercado chino, compré un balde, un trapo y un secador, y atravesé la puerta de la morgue con total convicción, pretendiendo que era parte del personal de limpieza.
—¿Lo puedo ayudar en algo, señor? —me preguntó el guardia luego de detenerme.
—Vengo a limpiar, amigo —le respondí.
—El personal de limpieza de la morgue usa mamelucos verdes —me dijo.
—Sí, ya sé, pero la última vez mandaron al daltónico a comprar la ropa.
—Dale, no te hagas el gracioso. Si querés pasar, no hay ningún problema. Son 50 pesos.
Definitivamente, soy un pelotudo. Había gastado casi el cuádruple en el mameluco y las demás cosas. Le di los 50 pesos y le pregunté dónde estaban los occisos. No sé qué significa exactamente esa palabra, pero siempre quise usarla y no sabía si iba a tener otra oportunidad.
—En el tercer subsuelo —me respondió—. Pero te aclaro una cosa: acá estamos en contra de la necrofilia.
¿Tanta cara de degenerado tengo? Dejé el balde, el trapo y el secador por ahí, fui hasta el ascensor y bajé los tres pisos. En una salita lúgubre había un muchacho de no más de veinticinco años que vestía un delantal blanco y estaba comiendo un sándwich, sentado entre dos camillas sobre las que reposaban dos cuerpos cubiertos por sábanas blancas.
—Le advierto —me dijo ni bien me vio entrar— que la necrofilia constituye un delito grave, penalizado con varios años de prisión.
¿Tanta cara de degenerado tengo? Le dije que de ninguna manera era mi intención la que él había sugerido mediante su advertencia. Le conté acerca del salón de belleza en los velorios y le pregunté si él era el peluquero de la morgue.
—Estás confundido —me dijo—, acá no hacemos ese tipo de trabajo. Tendrías que ir a alguna funeraria.
A una funeraria no quería ir, porque estaba seguro de que iban a robarme la idea. Le pregunté si conocía a alguien que no fuera impresionable y tuviera habilidad con las tijeras. Me dijo que él, por pura afición, de tanto en tanto les cortaba el pelo a sus amigos. Seguimos hablando del proyecto y me dio un par de ideas interesantes. Me sugirió, por ejemplo, que podría ofrecer la promoción “Sentido Homenaje”, que consistiría en hacerles a todos los asistentes a un velorio el corte de cabello del difunto. Me gustó su forma de pensar y le ofrecí ser mi socio.
—¿Ser socio de un completo desconocido con cara de degenerado en una empresa condenada al fracaso? —se preguntó a sí mismo en tono pesimista— ¿Por qué no?
Comió el último bocado de su sándwich, se puso de pie, se limpió la mano contra el delantal y sellamos el acuerdo con un buen apretón.
—¿Cómo te llamás? —me preguntó.
—Don Natalio Gris —le dije yo—. ¿Y vos?
—Christian, me llamo Christian con “h”, Christian con “h” muda.
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