Hoy me desperté cantando
“Mafia rusa en la costa del sol”, de Airbag. No de Airbag el trío musical argentino
de los muchachitos de los peinados fastuosos, sino de Airbag el trío malagueño
de los tíos con aspecto de nerds u oficinistas con más de veinte años de
antigüedad. Samuel y mi primo Luján, rastafari de la localidad de Luján, me
miraban debatiéndose entre el desconcierto y el hartazgo. Parecía que estaban
esperando a que terminara la canción para soltar un sinnúmero de reproches. No tuve
la oportunidad de comprobarlo, porque el sonido del timbre los distrajo y me
permitió evadirme.
—¿Quién es? —pregunté.
—¿Natalio? ¿Es
usted? Soy yo, Lucrrrecia —respondió la voz al otro lado del portero eléctrico.
¡Lo que me
faltaba! Con todo lo que me había sucedido en los últimos días, me había
olvidado (tal vez un poco intencionadamente, para mitigar, quizá, la sensación
de culpa que me producía el hecho de estar entrenando a la boxeadora
equivocada) de la pelea entre Vicky y Lucrecia. Pensé que esos días sin
entrenamiento para la falsa Lucrecia le darían a Vicky una pequeña ventaja que,
en una pelea igualada como la que imaginaba, sería definitoria. Sin embargo, me
bastó con pasear una mirada ligera por el cuerpo de mi pupila para saber que
había aprovechado al máximo los días de mi ausencia.
—¿Estuviste
entrenando? —le pregunté.
—Sí, la parrrte
física. Parrra la estrrrategia lo estaba esperrrando a usted, que conoce muy
bien a mi rrrival —me respondió.
—Bueno, vayamos
al gimnasio —dije antes de subir a la furgonetita.
—¿A qué
gimnasio? —me preguntó.
—Al de Arnoldo
Jorge Negri —le dije yo— ¿A cuál si no?
—De ninguna
manerrra, señorrr. Está muy equivocado si crrree que voy a hacerrr mi
prrreparrración en la casa del enemigo.
—¿Y entonces?
—Entonces
maneje. Yo le indico hacia dónde.
Seguí sus
instrucciones y estacioné frente a un restorán de comida rusa y ucraniana. No supe
si se llamaba Ermak o si el trabajo mancomunado del viento y el tiempo habría
volteado alguna letra del cartel que adornaba la fachada. Me ilusionó la
posibilidad de que me invitara a almorzar, pero no. Entramos al restorán y
avanzamos entre las mesas hasta llegar al mostrador.
—Natasha —le
dijo el hombre apostado tras la barra.
—Sergey —le dijo
ella y, tras invitarme a seguirla mediante un gesto, pasó al otro lado del
mostrador y se perdió tras una puerta de madera.
Recorriendo el
mismo camino que ella, atravesé una extensa cocina en la que dos hombres muy
altos y robustos atendían la preparación de distintos platos. Al final de la
cocina había una puerta de chapa y detrás de esa puerta un gimnasio equipado
para practicar boxeo con elementos de la época de la guerra fría. Aquel parecía
ser el lugar de reunión de la mafia rusa en la Ciudad de Buenos Aires. En una
de las paredes habían colgado ametralladoras, rifles y pistolas viejos; en
otra, había posters y fotos de los hermanos Klitschko; en otra, una bandera
roja con una hoz y un martillo amarillos, y en la restante un retrato de un
señor uniformado que tenía un bigote grueso y cano.
—¿Adónde me
trajiste? —le pregunté a Lucrecia.
—A la casa de
mis amigos —dijo— ¡Acá vamos a entrrrenarrr!
¿Dónde terminará esto?
ResponderEliminarNo me importa dónde, siempre que no sea en la crisis de los treinta.
EliminarSaludos!